Por el padre Sergio García Guerrero MsPS.

1 y 2 de noviembre 2014

Vivir para morir, morir para vivir, eso es todo. Vivimos gracias a que morimos. Lo decía Santa Teresa: “Vivo sin vivir en mí y tan alto vida espero que muero porque no muero”. Que el morir es tan breve como cruzar una puerta, como despertar de un sueño, como recibir el abrazo definitivo de Dios. “La vida de los que en ti creemos no termina, Señor, se transforma”.

En la liturgia, en las fiestas del año, la Iglesia celebra el Misterio Pascual siguiendo durante cincuenta días, cronológicamente, el orden de Lucas: Muerte, Resurrección, Ascensión y Pentecostés. En la misma liturgia la Iglesia celebra diariamente el mismo misterio, en línea con la teología de Juan, en la consagración de la misa: en ese momento se recuerda la pasión, muerte, resurrección y ascensión de Jesús (plegaria Eucarística) y el don del Espíritu.

El sepulcro vacío proclama que al Jesús vivo no hay que buscarlo entre los muertos. Juan “vio y creyó”. La resurrección de Jesús es la única vía de comprensión de la vida, el mensaje y la existencia de Jesús y de todos los hombres. Los evangelios son “pospascuales”.

Magdalena buscaba un cadáver. Jesús se le aparece y le hace la pregunta clave: ¿A quién buscas? Jesús se le manifiesta transformado, con figura distinta, porque el Jesús resucitado va a adoptar la figura de cada creyente. Hay que ver a Jesús en los creyentes. El Jesús que le habla está aún en la tierra, pero ya va en camino al Padre. Por primera vez en Juan se nos revela que el Padre de Jesús es nuestro Padre, porque desde la hora y la pasión de Jesús sus discípulos nos identificamos con Él; Jesús está en nosotros y nosotros estamos en Él.

En la Iglesia católica, en realidad, no celebramos a los muertos; eso sí, recordamos a los fieles difuntos, a los que, porque han muerto, participan de la plenitud de la vida en Dios.

Nosotros no creemos en la inmortalidad, al menos no antes; creemos en la resurrección que, para resucitar, tenemos que morir. Así es la obra creadora y admirable, dice san Pablo, como una semilla de trigo que se pone en la tierra y si muere brota una espiga. Sorpresivamente los filósofos y científicos llegaron a una conclusión: “Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma”. Quien cree en la inmortalidad niega la resurrección porque sólo resucita lo que muere. Y la resurrección es el fundamento de todo.

Nuestra culturas, respetables todas ellas, están volcadas en el pasado, en lo que fueron los seres queridos, en lo que les gustaba y en lo poquito que queda de ellos, los muertos en el cementerio. Por supuesto, hay que respetar esa penúltima forma de toda persona que muere; porque la última es la forma nueva, “cuerpo espiritual” lo llama san Pablo que es la última y definitiva dimensión de la persona en la resurrección. La espiga no se parece a la semilla de trigo pero es espiga gracias a la semilla. Así es nuestro último cuerpo, el que quemamos o depositamos en la tierra, lo respetamos; pero, a partir de la resurrección de Jesús que fue el primero, vienen todos los fieles difuntos que han resucitado en y por Cristo.

El 1 de Noviembre celebramos la fiesta de todos los santos. La palabra “santo” tiene dos aplicaciones: la primera es consecuencia de nuestro bautismo. San Pablo decía: “Saludos a todos los santos…”, es decir “a todos los bautizados”. La segunda aplicación se refiere a un proceso de plenitud reconocido por la Iglesia: hermanos nuestros que vivieron con generosidad y heroísmo el bautismo son considerados como nuestros modelos e intercesores o sea solidarios con nuestro caminar. Pero hay muchos que no han sido reconocidos oficialmente como santos y el cielo está lleno de ellos. Pues a ellos, a los santos anónimos son los que celebramos este día. Es, por lo tanto. una invitación a la solidaridad y comunión con ellos. Es poder repetir lo que San Agustín decía después de su conversión pensando en los santos: “Lo que éstos y éstas pudieron, ¿por qué yo no? Fueron para él un aliciente. Y lo logró.

Siguiendo la reflexión del 2 de Noviembre celebramos a todos “los fieles difuntos”. Está, tristemente extendida la idea de que celebramos a los muertos y que celebramos la muerte o lo que es peor la santa-muerte. La Iglesia no celebra la muerte, sino la vida de los que han muerto.

Nuestras culturas ancestrales en la historia de la humanidad se han impactado con el misterio de la muerte. Intuyen una vida después de la muerte. A veces como recorrer un largo camino, o como andar vagando por los aires, o a la esperanza de una recuperación final. Y eso sigue y es digno de respeto, pero también de ser evangelizado.

No entendemos la muerte porque la queremos explicar desde la muerte. Esto sólo nos trae sufrimiento, desconcierto, resignación. El evangelio nos invita a contemplar la muerte desde la vida: Nacer para morir, morir para nacer de nuevo. La muerte no es un momento puntual o una fecha en el calendario. Por el contrario, llevamos la muerte desde que nacemos y vamos entretejiendo las dos realidades de vida y muerte hasta que, por fin, se llega a la vida en plenitud.

Ninguna religión es de mortalidad, sino de inmortalidad. ¿Qué significa ser creyente? San Pablo dice: “Si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe” (1 Cor 15, 17). Pero, para nosotros, la inmortalidad no es en lugar de la resurrección, sino una consecuencia de ella. Sólo resucita lo que muere. Por eso nosotros, como Iglesia, celebramos A LOS FIELES DIFUNTOS.

Qué tristeza es ser invadidos por el jalowin (sic), calabazas, brujas y “santamuerte”.

Dice un creyente:

Yo buscando sin tregua, tú escondido.
¿Dónde te asomas?, ¿dónde te prodigas?
Tanto soñar el día que me digas:
no estés más agobiado y dolorido.

Tanto profundizar lo incomprendido
tanto buscar el oro en las espigas,
desear con ardor que me persigas,
para calmar mi corazón herido.

La tenaz obsesión de adivinarte
todo el amor del alma para darte
ese sueño dorado de la huída.

Una Cruz, que precede mi carrera,
la cárcel sin barrotes de la espera:
¡Esa pesada carga de la vida!

Joaquín Fernández González

Y termino con el Soneto de José Luis Martín Descalzo:

Y entonces vio la luz. La luz que entraba
por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba.

Morir solo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.

Acabar de llorar y hacer preguntas
ver al Amor sin enigmas ni espejos
descansar de vivir en la ternura
tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la “noche luz” tras tanta “noche oscura”.

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