Por Mónica Muñoz |

Estamos muy acostumbrados a escuchar un término que se refiere a dar nuestro punto de vista sobre algún determinado asunto, que, muchas veces, ni nos compete ni se nos solicita: se trata de la «crítica constructiva», pensamiento muy elaborado en nuestra cabeza y que, sin previo aviso, externamos para hacer una aguda observación acerca de lo que hacen los demás, quienes, desafortunadamente, no realizan las cosas como nosotros quisiéramos, (espero que se alcance a percibir el tono de sarcasmo con el que pretendo decir esto).

Porque, es verdad que las personas que nos rodean no son perfectas, claro, ¿quién lo es? Pero pareciera que los críticos sí lo son, por ello se sienten autorizados a supervisar a los demás, seres mortales que no pasan los estándares de calidad establecidos por estos expertos en la materia, sea cual sea, aunque en realidad no sepan nada.

Tengo un recuerdo gracioso de mi adolescencia: cuando en mi parroquia se hacía el aseo del enorme templo, se invitaba a la comunidad a participar los viernes para barrer, lavar y secar los pisos. Era una actividad que agradaba mucho a los fieles que acudíamos con inmenso gusto porque resultaba muy edificante ver al señor cura y a los padres vicarios con botas de hule y jalador en mano, trabajando a la par de los feligreses.

Como puede imaginarse, había gran variedad de estilos para llevar a cabo las labores. Y de las muchas señoras que asistían podía escuchar comentarios como: “mira a aquella, no sabe barrer, la escoba se toma así”, dándome una muestra gratis de su experticia en la difícil tarea de juntar la basura. Debo admitir que en esos tiempos me fue de mucha utilidad, pues ciertamente, yo no sabía barrer. Pero lo curioso era que, cada una, creía tener el secreto para realizar mejor y más eficientemente la ardua labor de manejar una escoba.
A muchos años de distancia, me parece, hasta cierto punto, un comentario inocente, sin embargo, entraña un secreto deseo de destacar los defectos de las otras personas.

 

Creo que en este punto se centra la “crítica constructiva”. En la intención con la que se dicen las cosas, pues, efectivamente, todos necesitamos que nos recuerden con cierta frecuencia qué estamos haciendo mal para poder corregir el rumbo.  Pero hay maneras de hacerlo.  No es lo mismo pedir a la persona un momento para manifestarle nuestro sentir, basados en su bien, que aprovechar cualquier ocasión para ponerla en mal delante de otros, o peor aún,  hablar a sus espaldas.

 

El balance estriba en la caridad.  Dice el Evangelio:  “Si tu hermano comete pecado, ve y repréndelo a solas”. (Mt 18-15)  Nadie necesita enterarse de los errores ajenos.  Por supuesto, esto es completamente distinto a la crítica, pues en este caso, lo que se busca es el bien de la persona y de ningún modo ponerlo en evidencia.

Una vez, en cierto grupo se hizo una dinámica bastante destructiva: todos los miembros hicieron un círculo y en medio colocaron una silla, una especie de “banquillo de los acusados”.  Uno a uno fue pasando, para escuchar lo que todos pensaban de él o ella. Primero, se exaltaban las virtudes, pero al poco rato, salía a relucir los defectos, que, de acuerdo a la simpatía que inspiraba el desafortunado (a), aumentaban o disminuían junto con el tono de voz.  Eran casi ochenta jóvenes, y, por supuesto, mal guiados, pues no había de entre ellos nadie con la suficiente formación espiritual para paliar la situación.  Algunos lo tomaron a bien, pero otros, después de veinte años, aún conservan secuelas de esa grave falta de hermandad.

Las críticas nunca será constructivas, si detrás de ellas se esconden rencor, envidia y maldad.  Si verdaderamente queremos progresar en la armonía como familia y sociedad, debemos empezar a ponernos en los zapatos de los demás y, con recta intención, ayudarlos a salir de sus errores, pero más aún, si somos nosotros los equivocados, reconocerlo con humildad y permitirnos ser ayudados.

¡Que tengan un excelente día!

 

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