OCTAVO DÍA | Por Julián López Amozurrutia |
La institución natural del matrimonio es sancionada, en la perspectiva de la fe cristiana, con el más alto estatuto de una comunión de gracia: el de ser un sacramento. El amor humano adivina una grandeza en su propia dignidad, de auténtico valor sagrado, que se ve así corroborada.
El Concilio Vaticano II enseña que «del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien, tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios» (Gaudium et Spes, n. 48).
Este lazo lo explicaba también Juan Pablo II: «En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia» (Familiaris Consortio, n. 13).
Como todos los sacramentos, «el matrimonio es también un símbolo real del acontecimiento de la salvación, pero de un modo propio. Los esposos participan en cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta tal punto que el efecto primario e inmediato del matrimonio no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza. El contenido de la participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona en reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad ; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no hacer más que un solo corazón y una sola alma; exige la indisolubilidad y fidelidad de la donación reciproca definitiva y se abre a la fecundidad. En una palabra, se trata de características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino que las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos» (Familiaris consortio, n. 13).
En la medida en que respeta su experiencia más profunda, el amor humano intuye siempre una grandeza tal que no puede sino implicar el sentido total de la vida, y remitirse por ello a su fundamento Último; en Última instancia, a Dios mismo. Hay por ello un elemento religioso en la relación esponsalicia. El tema es de tal manera elocuente, que la revelación cristiana lo encuentra como referente para explicar la alianza entre Dios y el pueblo, en el Antiguo Testamento, y entre Cristo y su Iglesia, como hemos visto, en el Nuevo Testamento.
Más allá¡, sin embargo, de lo sugestivo que puedan resultar las imágenes y lo consistente que sean las argumentaciones, la densidad existencial del matrimonio encuentra su sede más propia en la misma experiencia, llamada a descubrirse con asombro y revisarse con conciencia y responsabilidad. No se trata de que Dios intervenga en ella desde fuera, como un legislador, sino que Él mismo se ha insinuado en ella con belleza y ha marcado con su propia sabiduría los anhelos humanos más radicales. Hay una auténtica manifestación del amor divino en el amor humano, que se descubre por lo mismo cargado de nobleza y dignidad.
Quien es honesto ante su propio amor, no puede sino vivir admirado y agradecido, a la vez que desafiado y comprometido. Es una tarea exigente, sin duda, pero a pesar de sus dificultades no deja de representar para el ser humano fuente de esperanza y plenitud, espacio de encuentro con lo más sagrado