Por Mónica Muñoz |
Cada día, las personas se levantan con prisa para salir de sus casas, pensando en las miles de actividades que deberán realizar: darse un baño, vestirse, preparar las tortas para la escuela, desayunar algo rápido, llevar a los niños al colegio, ir al trabajo, batallar con el jefe y los colegas, hacer las labores del hogar, en fin, todo de acuerdo con la ocupación en la que nos desempeñamos. Cada quien tiene sus afanes y problemas, pues hasta los más pequeños deben lidiar con compañeros molestos que se dedican a hacerles la vida pesada.
Por eso, cuando estamos de regreso a nuestros hogares, deseamos descansar y convivir con la familia, platicar de lo acontecido en la jornada y compartir nuestros sinsabores. ¿O no?, a lo mejor me equivoco y eso ya no sucede, quizá somos de aquellos que prefieren no volver a sus casas por temor a encontrarse con malos humores, exigencias, reclamos y peleas. Tal vez el hogar se ha convertido en un rincón al que únicamente llegamos a dormir porque no podemos hacerlo en otro sitio.
Poniendo en la balanza las dos escenas, pienso que cada vez es más común encontrarnos con la segunda situación, las dificultades de la vida han hecho que la gente se transforme y olvide que la casa familiar debe ser el oasis donde la persona pueda sentirse acogida, amada y comprendida. Por desgracia, se ha vuelto cotidiana la apatía y el individualismo, aún entre los que comparten la misma sangre. Y lo peor del caso es que muchas veces, no tienen la más leve idea de cómo han llegado a esos extremos.
Sin embargo, no es necesario indagar en lo secreto ni escarbar en lo profundo, sale a la luz de manera muy sencilla qué es lo que ha provocado tanta indolencia y sufrimiento: hace tiempo que la gente se ha olvidado de Dios. En sus familias ya no hay sitio para el Creador del Universo, para el Hijo que nos ha redimido ni para el Espíritu Santo que permanece con nosotros para santificarnos. Estamos inmersos en una activismo enfermizo en el que todo cabe, excepto nuestro Padre celestial.
Por lo mismo, causa estupor ver a la gente que se esmera en conseguir todos los bienes materiales que le sea posible atesorar, quizá creyendo que vivirán eternamente o que se llevarán con ellos cuantos objetos compran, la mayoría inútiles. ¿O para qué les servirán sus autos de lujo cuando mueran?, ¿acaso su montón de ropa les ayudará a entrar al cielo?, ¿o quizá su nueva tableta o su celular de última tecnología les dirá qué aplicación será la efectiva para merecer la gloria?
No, definitivamente estamos perdidos en las inversiones terrenas, olvidando lo verdaderamente importante. Dejamos de lado los asuntos de los hermanos necesitados, pensando que nuestros gustos y accesorios fútiles nos otorgarán felicidad, efímera y vana.
Hoy que contemplamos un país descompuesto, con familias desunidas y relaciones humanas afectadas por la conveniencia y que la violencia en todas sus formas está presente en todos los ámbitos de la vida, es necesario más que nunca convencernos de que lo verdaderamente importante será invertir para el futuro. El futuro en el que nos encontraremos cara a cara con el Creador, donde lo único que podrá defendernos de la condenación eterna serán las buenas obras que hayamos realizado. Hoy, que hombres y mujeres han olvidado para qué fueron hechos, es indispensable regresar al origen: Dios nos hizo para conocerlo, amarlo y servirlo en este mundo y después ser felices con Él en el cielo.
¿O qué estamos esperando para volvernos hacia Él?, ¿acaso qué nos alcance la desgracia?, esa ya la tenemos viviendo entre nosotros. Podemos trabajar para dar a los hermanos desprotegidos, vejados y maltratados por las circunstancias que requieren de nuestra ayuda aquello que necesitan para hacer sus vidas menos desdichadas, si por lo menos volteáramos a ver a los miembros de nuestra propia familia y nos interesáramos por lo que les aqueja, las cosas comenzarían a cambiar. Es urgente reencontrarnos con Dios, y para ello tenemos a nuestro prójimo junto a nosotros. No esperemos a que pida ayuda, a veces los gritos más desoladores son los que se emiten en silencio.
Invirtamos para nuestro futuro, cada vez más cercano, y seamos compasivos unos con otros.