Por Mónica Muñoz |

Es verdaderamente emocionante comprobar la inmensa riqueza que tiene nuestro bello país. Además, a pesar de la mala fama que se le ha hecho en el exterior debido a la inseguridad que priva en la mayor parte de nuestro territorio, los destinos turísticos reciben a miles de visitantes, mexicanos y extranjeros, que vienen a disfrutar de las maravillas de la naturaleza y la hechura del hombre.

Por eso me da tristeza escuchar a algunos compatriotas quejarse amargamente de los problemas que los aquejan a diario, que no es lo peor, lo que realmente preocupa es que renieguen de haber nacido aquí, sin tener en cuenta que somos las personas las responsables de que un país funcione o no.

Y si no, analicemos lo ocurrido, aunque me dé pena ajena, con ciertos hechos vergonzosos protagonizados por paisanos en otros lugares del mundo, como aquellos que, demostrando su poca educación, usaron de baño público la Torre Eiffel en París, por citar sólo un triste ejemplo.

Pero debo ser justa.  No todos somos iguales.  Gracias a Dios, a pesar de lo mencionado,  también es digno destacar que en México los extranjeros se sienten a gusto por el trato cordial y amable que reciben de sus anfitriones.  Existen muchos buenos mexicanos que día a día se levantan para trabajar y ganar el sustento de manera honrada.  Que se esfuerzan para cambiar su realidad y hacer de su entorno un mejor lugar para vivir.

A todos esos hombres y mujeres que aman de verdad a su país, les digo, parafraseando a San Pablo: “No se cansen de hacer el bien”, porque es necesario continuar en el buen camino, dando ejemplo de congruencia y honestidad.  Nuestros hijos aprenderán de esta manera a esforzarse para tener un mundo mejor, porque es muy cómodo culpar a otros de lo que nosotros somos responsables: al gobierno, a los vecinos, los maestros, la policía, en fin, que para todo buscamos a quien responsabilizar por lo malo que ocurre sin hacernos cargo de lo que nos corresponde.

Creo que es ya urgente que tomemos parte del cambio de rumbo que debe tomar México para que la situación mejore, no podemos seguir como observadores indolentes, debemos despertar y ser partícipes de la reconstrucción del tejido social, pero para eso es necesario apartar de nosotros la indiferencia y hasta nuestra comodidad, esa que nos pide suavemente que no nos molestemos, que dejemos las cosas como están, total, todo mundo lo hace.

Si comenzáramos a cambiar lo que está mal, sencillamente empezando por nuestras casas y familias, pronto podríamos notar que el ambiente que nos rodea, cambia también.  No se trata de hacer magia o pedir milagros, sino de convencernos para hacer las cosas de forma distinta, los detalles pequeños, en apariencia imperceptibles, se convierten en piezas clave para una gran transformación.

¿Por qué no hacemos la prueba con a la gente que vive con nosotros?  Es seguro que si nos hablamos con respeto y amabilidad, si nos saludamos al levantarnos y nos despedimos con un beso al salir a nuestras actividades o al acostarnos por la noche, pronto veremos que los enojos y tensiones se irán terminando.  Durante el día estaremos más contentos y tendremos ánimo para tratar bien a los demás, incluso tendremos deseos de volver temprano a la casa para  convivir con la familia, esa que Dios nos ha regalado y que debemos apreciar mientras nos vivan.

No hay fórmulas mágicas para que un país entero se transforme, el secreto está en amar a Dios, a nuestra familia y a nuestra patria.  Quien ama, sólo piensa en el bien del amado.  Hagamos de nuestra vida una existencia plena y feliz, haciendo eco de ella  en nuestra casa  y en nuestra hermosa nación.

 

 

 

 

 

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