Por Mons. Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro | El relato de la adoración de los magos al niño Jesús señala tanto los alcances como los límites religiosos de la astrología. Todos los pueblos de la antigüedad estuvieron sometidos a la influencia de los astros y, deslumbrados por su belleza, los convirtieron en dioses. Padecemos todavía esa herencia de los romanos en los nombres de los días de la semana. Fray Bernardino de Sahagún nos hace un recuento de la “Astrología natural, que alcanzaron estos naturales de la Nueva España” (Libro VII). Allí comenta “cuán desatinados habían sido en el conocimiento de las criaturas los gentiles nuestros antepasados”, aunque anota que, “si esto pasó, como sabemos, entre gente de tanta discreción y presunción, no hay porqué nadie se maraville porque se hallen semejantes cosas entre esta gente tan párvula y tan fácil para ser engañada”. La caridad cristiana más bien nos impele a ayudar a los débiles a salir de su ignorancia.
En Israel, el monoteísmo reafirmado por Moisés en el Sinaí sólo logró triunfar hasta la época del destierro con Isaías y con la escuela sacerdotal. El libro del Génesis, al describir la creación del universo, pone la producción de los astros hasta el cuarto día, y ni siquiera los llama por sus nombres, porque eran divinidades paganas. El autor los llama lumbreras, mayor y menor, que sirven para señalar al hombre el día y la noche, las fiestas y las asambleas religiosas de Israel. Así, desde la primera frase: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra”, la Biblia está afirmando que todo lo que existe es creación de Dios. Ni los astros en el cielo ni los animales o plantas en la tierra, son dioses. Sólo hay un solo Dios.
La lucha de Israel contra la idolatría fue de toda la vida. La historia del brujo Balaán es todo un caso. Balac, el rey de Moab, lo mandó traer de oriente para que maldijera a Israel. Contradiciendo la orden de Dios y montado en su burra, pretende cumplir su intento. El ángel de Dios le cierra el paso; él se indigna y golpea a su reacio animal. Al final, la borrica le hace ver que ella ve lo que él, el clarividente, no alcanza a ver, la presencia de Dios. Así, vencido, tiene que bendecir a Israel, pues nadie puede cambiar el plan de Dios. Israel está seguro en manos de Dios. Este relato satírico nos manifiesta el desprecio que merecía la adivinación astral en Israel.
En el caso de los reyes magos de oriente tenemos el alcance y los límites religiosos de estas prácticas ancestrales. Los astrólogos auscultaron el cielo y descubrieron en la naturaleza destellos de la presencia de Alguien que los llamaba y les ofrecía un signo de salvación. La gracia divina movió su corazón y sintieron el impulso de ponerse en camino para conseguirla. Así lo hicieron. Pero, después de tanta fatiga, la estrella dejó de brillar, su luz no fue suficiente para llevarlos hasta el encuentro del Salvador. Su ciencia y su razón los encaminaron, pero no consiguieron llegar sin error hasta el verdadero Dios. Sólo recurriendo a los maestros de Israel y a las Sagradas Escrituras encontraron al Salvador. Sólo la palabra de Dios, el evangelio de Jesucristo, son capaces de esclarecer al hombre el misterio de Dios. No son los astros ni los amuletos los que rigen los destinos de los hombres y los salvan, sino el Niño de Belén quien llama y guía a los hombres a su encuentro. Sólo él es el salvador.
+ Mario De Gasperín Gasperín