Por Carlos Garfias Merlos, Arzobispo de Acapulco |
Con el signo de la ceniza, los católicos hemos iniciado la celebración de un tiempo especial de fe para la Iglesia, la Cuaresma. Este tiempo comprende cuarenta días, como preparación para la gran fiesta de la Pascua, que conmemora la muerte y la resurrección de Jesús, reconocido como el Cristo, por muchas generaciones de cristianos. Pascua es la fiesta central en la liturgia católica, porque expresa la redención humana realizada por Jesucristo, a través de su Pasión, Muerte y Resurrección, dentro del Plan de Dios.
La Cuaresma tiene un significado penitencial de la purificación que necesitamos los seres humanos, contaminados por el pecado que deteriora a las personas, a nuestras relaciones y a la sociedad misma. El Papa Francisco señala en su reciente mensaje de cuaresma que «uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este mensaje es el de la globalización de la indiferencia. La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan».
La actual crisis social y política que pesa sobre nuestro país y, presente de manera muy particular, en nuestra región y en el estado de Guerrero, tiene el componente de la indiferencia como actitud dañina que provoca mucho dolor y contribuye a la misma crisis. Indiferencia ante Dios, ante su Palabra y su decisión de liberar a su Pueblo para que pueda adorarle en espíritu y en verdad, mediante la justicia, la paz y la reconciliación. Pero también, indiferencia ante el sufrimiento humano. Quienes tienen el poder y el dinero en sus manos, muchas veces se comportan de esta manera en sus decisiones y generan más sufrimiento, mientras que los ciudadanos no podemos abrirnos a la solidaridad porque nos encerramos en el individualismo que fragmenta y debilita a la sociedad.
Bien podría ser esta Cuaresma una oportunidad para abrirnos al perdón, la solidaridad y a la reconciliación, tan necesarias para hacer frente a la crisis. El camino que nos propone el Papa Francisco es el de la misericordia. «Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro». La misericordia puede ser el gran ingrediente que se haga presente en nuestra vida y en la sociedad misma para mejorar las condiciones de vida de todos, sin exclusión alguna.