EL OBSERVADOR |
El Papa Francisco autorizó la mañana de este martes 3 de febrero a la Congregración para las Causas de los Santos promulgar el decreto sobre el martirio de Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador asesinado «por odio a la fe» el 24 de marzo de 1980, cuando celebraba la Eucaristía en la capilla del hospital de la Divina Providencia, en la capital salvadoreña.
La declaración del martirio es decisiva para su beatificación, ya que entonces no es necesario reconocer un milagro, mientras que después continuará la fase para la posible canonización.
La disposición del Papa representa la última etapa en la sorprendente aceleración que ha caracterizado la última parte del camino de Romero hacia los altares: los peritos teólogos del dicasterio vaticano para los santos habían expresado, unánimemente, su visto bueno para la beatificación el pasado 8 de enero. Mientras los obispos y los cardenales de la Congregación manifestaron su aprobación este 3 de febrero.
La confirmación del Papa en relación con la promulgación del decreto estaba prevista para el próximo jueves, pero el Papa decidió reducir los tiempos y firmar inmediatamente. Una decisión que contrasta con las lentitudes, los sabotajes y los obstáculos que acompañaron la causa de beatificación, a pesar de que desde hace tiempo los católicos latinoamericanos lo llamen “San Romero de América”.
La causa de beatificación de Romero llegó a Roma en 1996, después de que en El Salvador hubiera concluido la fase diocesana. Desde entonces, los tiempos se dilataron. A pesar de las cartas con las que el episcopado salvadoreño, superando antiguas divisiones, había comunicado a Roma los votos unánimes para que se reconociera rápidamente el martirio de Romero. Y, a pesar de las numerosas peticiones de los fieles, que esperaban ver beatificado a Romero en el año del jubileo.
Durante mucho tiempo, lo que había justificado el retraso en la causa fue el examen que hizo el ex-Santo Oficio sobre las homilías, el diario y los escritos públicos de mons. Romero. Se pretendía constatar la absoluta conformidad con la doctrina católica. Muchos años y miles y miles de páginas. Y la conclusión fu eque en el magisterio episcopal de Romero no había errores doctrinales.
En mayo de 2007, mientras volaba hacia Brasil para su primer viaje a Latinoamérica, Benedicto XVI respondió a una pregunta sobre el proceso de beatificación de Romero. El Papa respondió con una pequeña apología del obispo asesinado: lo describió como «un gran testimonio de fe» y recordó que su muerte había sido «verdaderamente increíble», frente al altar. No se refirió en esa ocasión a la categoría del martirio, pero dijo que la persona de Romero «es digna de beatificación».
Según algunos sectores, llevar a Romero a los altares habría significado beatificar la Teología de la Liberación, o, incluso, algunos movimientos populares de inspiración marxista y las guerrillas revolucionarias de los años setenta. Prejuicios confutados desde hace tiempo, gracias a los estudios del historiador Roberto Morozzo della Rocca. Romero era un religioso devoro y atormentado, que conoció la conversión pastoral frente al sufrimiento dramático que sufría el pueblo en los años de la dictadura y de los escuadrones de la muerte.
La aceleración que se ha verificado bajo el Pontificado de Papa Bergoglio anula todas las cautelas y resistencias alimentadas por prejuicios de orden político. Romero, el Romero verdadero, no era un agitador o seguidor de nuevas teorías políticas. Incluso sus textos y discursos más “radicales”, cuando desde el púlpito decía los nombres y apellidos de quienes oprimían al pueblo, surgían de esa pasión por la suerte de los pobres, que es elemento ineludible de la Tradición de la Iglesia.