IGLESIA Y SOCIEDAD | Raúl Lugo Rodríguez |

Hay concursos de todo tipo: desde los jeopardy en la televisión norteamericana y sus remedos en casi todos los países, hasta los concursos de belleza, representación prístina de cómo el patriarcado se niega a batirse en retirada a pesar de la revolución de género en curso. Algunas de estas competencias tienen jurados más o menos calificados que se encargan de designar al ganador o ganadora del concurso. Otros concursos son más bien decididos por opiniones mayoritarias o como encuestas de selectiva opinión.

Hay un concurso del que tuve noticia hace algunos años. Se trataba de resolver cuál era la palabra más bella del idioma castellano. Es célebre la respuesta del poeta chileno Pablo Neruda: la palabra que consideró más bella, si mal no recuerdo, es “agua”. Entre los poetas, enamorados de las palabras y sus extrañas reminiscencias, hubo opiniones deliciosas: urdimbre, solariego, jacaranda, claridad… Entiendo que concursos similares se han desarrollado en muchos países y lenguas. Hace unos meses me topé con un registro de los resultados de una encuesta parecida entre los escritores italianos. Recuerdo palabras de extraordinaria sonoridad: finestra, pipistrello, farfalla…

A mí me gusta mucho la palabra ventana. No sé si sería la palabra que yo escogería de ser sometido a una consulta del género, pero sí que me despierta muchas evocaciones. La historia de las ventanas es también un asunto interesante. Parecen ser tan antiguas como lo es la vida sedentaria. En Cafarnaúm, conocida como la ciudad de Jesús debido a que en esta ciudad, en la casa de su amigo Simón Pedro, estableció Jesús su primer centro de irradiación, ha sido encontrada recientemente (hablo de los años ochentas del siglo pasado) la casa que, en base a testimonios del primer siglo, puede ser con alta probabilidad la casa de Pedro, donde Jesús se alojaba con una frecuencia tal que Cafarnaúm es llamada ya desde antiguo, como señalé arriba, ‘La ciudad de Jesús’.

La mayor parte de las casas descubiertas en esa hazaña arqueológica que hoy puede visitarse (ya en sí mismo el proceso de descubrimiento y excavación de Cafarnaúm, del que guardan celosa memoria los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa, podría compararse con una deliciosa obra de ficción), no tenían ventanas, como si quienes habitaban las casas de las pequeñas aldeas que rodeaban el Mar de Galilea utilizaran las estancias cerradas solamente para dormir y llevaran adelante el resto de sus actividades cotidianas al aire libre, en una especie de cortiles o patios interiores, comunitarios y multifamiliares (salvando el anacronismo, porque entre la concepción de familia de la Palestina del siglo I y nuestra noción de familia nuclear hay una distancia grande). De hecho, han sido encontrados en esos patios, por ejemplo, utensilios de cocina y prensas para extraer el aceite de los olivos. Es comprensible, pues, la casi ausencia total de ventanas en los dormitorios.

Pero no todas las casas eran de ese tipo. Las ventanas son tan antiguas, repito, como la vida sedentaria. Al principio eran simples aberturas, oquedades en los muros, cuyo objeto era dejar entrar la luz y la ventilación hacia el espacio interior de la estancia. La historia de las ventanas cambió radicalmente hacia el año 65 d.C. cuando los romanos introdujeron el uso de las ventanas vidriadas. El invento romano era muy precoz, hay que reconocerlo, porque el uso extendido del vidrio tendría que esperar hasta el siglo XIII para comenzar a aparecer en la construcción de iglesias y hasta el siglo XVI para que el vidrio fuera incluido como un material común en la construcción y habilitación de casas particulares.

No obstante su precocidad, los romanos dieron en el clavo. Más temprano o más tarde las ideas geniales terminan por ser reconocidas y aprovechadas por todos. Las ventanas vidriadas o vitrificadas dieron origen a una búsqueda estética que no ha parado en más de un milenio. El avance en la producción de cristales ha permitido un proceso de innovación en el diseño de ventanas que pasaron de las ventanas en la que los vidrios se sujetaban con pequeños aditamentos de metal, sobre todo plomo, hasta las ventanas de marcos de madera, conocidas como bastidores, que se popularizaron en el siglo XVIII. Quizá el arte ‘ventanístico’ llegó a uno de sus picos más relevantes en la invención de los vitrales multicolores que se construyeron para adornar los edificios religiosos de Europa. Todos hemos visto alguna vez fotografías de los vitrales de la Catedral de Notre Dame, en París y hemos soñado, quizá, con mirar en alguna improbable ocasión la manera como el sol vespertino se filtra a través de ellos, en el atardecer de un otoño cualquiera.

Pero no fue sino hasta 1840 que el desarrollo de la industria del vidrio proporcionó la plataforma para generar el vidrio plano que era, además de más fino que el anterior, también más barato y de dimensiones mayores. Esta inflexión tecnológica dio lugar por primera vez a la construcción de ventanas que permitían una larga vista, sin el obstáculo visual de baquetas que interrumpían la contemplación del horizonte. De esta manera, tanto el interior como el exterior de los edificios pudieron tener ventanales que permitían otear el panorama sin mayores interrupciones.

A mí me gustan las ventanas. El cuarto donde duermo tiene ventanas desde las que puedo admirar todos los días un enorme y verde árbol de aguacate, pleno de floración en estos días. La luz que penetra a través de ellas es tanta que se hizo necesario ponerle cortinas, de lo contrario, bañado por una luz que se cuela hasta los últimos rincones, no podría yo prolongar el sueño más allá de las cinco de la mañana en las temporadas veraniegas.

Las ventanas, además de su belleza y su utilidad práctica, tienen dimensiones de profundo simbolismo. Las ventanas nos remiten a la realidad última, que según apuntan recientes descubrimientos en la física, es la luz. Quizá por eso las usamos en expresiones populares como aquella de que los ojos son la ventana del alma. Quizá también por ello las ventanas son recurrentes en la creación poética, particular aunque no exclusivamente, en la poesía amorosa. Recuerdo un hermoso poema que Ramón López Velarde dedicara a Artemio de Valle Arizpe y cuyo título es, precisamente, Tus Ventanas. Los dejo con el poema hasta vernos en la próxima entrega, si me honran con su lectura, a través de esta nueva y prodigiosa ventana que es la pantalla del ordenador.

Tus ventanas, con pájaros y flores,
tus ventanas que miran al oriente,
están esclarecidas con la gracia
de la aurora riente
que con primicias de su luz decora
la virtud de tu frente.

Tus ventanas de antigua arquitectura
en que el canario, a trinos, alborota
la paz de tu silencio provinciano;
ventanas en que flota,
para embriaguez de los amantes fieles,
la desmayada ofrenda del perfume
de rosas y claveles…

Tus ventanas, Amor, de cuya clave
quise colgar la jaula de mi dicha
para que la cuidaras como una ave;
ventanas de madera
en que en vano soñé dejar prendida
mi devoción como una enredadera…

Tus ventanas que miran al oriente
y madrugan, fragantes, de limpieza
¿esperaron una alba,
de cándida belleza,
o el regreso del novio
que anda en tierras de olvido,
o esperaron, acaso,
el milagro de un sol desconocido?

Ventanas que rondé
en la alborada de mis mocedades,
rejas con agua, y luz, y caracoles
en que Ella gusta de escuchar el sordo
fragor de las marinas tempestades;
rejas dignas de célebres idilios,
rejas de mi noviazgo adolescente,
que yo os mire de nuevo
¡oh ventanas, abiertas al oriente!

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