Por Felipe de J. Monroy, Director de Vida Nueva México |

Existe un relato desgarrador de Anton Chejov en el que cierto patrón quiere ajustar cuentas del salario a la institutriz de sus hijos. A lo largo del cuasi monólogo que sostiene con la empleada, el patrón le descuenta hasta la miseria el pago acordado: los domingos, los imprevistos, los consumos, los feriados, incluso el accidente con una vajilla y el robo que cometió otro empleado son incautados del de por sí  insignificante salario de la mujer. No anticipo el final pero sí la frase que el hombre dice en conclusión: “¡Qué fácil es en este mundo ser fuerte!”

Y en verdad lo es.

Constantemente, de todos lados nos llegan historias que impactan e indignan por la brutalidad de las consecuencias que provocan quienes, sintiéndose más fuertes, sojuzgan de mil maneras a los más débiles, o que abusan inmisericordemente de ellos gracias a ese halo de impunidad que les confiere dicho poderío.

Para el mundo creyente, la masacre de los estudiantes de la Universidad de Garissa en Kenia se suma a una serie ininterrumpida de horrores cometidos por terroristas en contra de los cristianos: los mártires de Libia, las bombas humanas de Nigeria, los atentados en Pakistán, los desahucios de Mosul, los refugiados del Kurdistán, los millares de cristianos apátridas y un largo etcétera.

A pesar de los hechos, son pocos los que también denuncian la crueldad de las actitudes socarronas y prepotentes contra los creyentes como la bellaquería despiadada hacia las devociones en Europa, la fiscalización de la caridad en Latinoamérica o la prohibición de libertades religiosas mínimas en algunos países de Asia. Prácticamente no hay rincón en el mundo que esté libre de la persecución contra los creyentes. He allí un primer rostro del poder: la acción destructiva. Es fácil vivir en un mundo si se cuenta con ese tipo de fortaleza.

Y, sin embargo, hay otro rostro de la fuerza más inquietante que se expresa en la indiferencia. Para no arriesgar las pocas seguridades es mejor poner oídos sordos a los gritos descarnados de los sufrimientos ajenos. En principio, creyentes y no creyentes no podrían permanecer insensibles frente a la demostración de otros odios criminales que también se han dejado notar en las amenazas y agresiones contra estudiantes normalistas de inspiración socialista, contra colectivos ciudadanos librepensadores, contra miserables y hambrientos, contra trabajadores esclavizados, contra minoridades en búsqueda de representatividad  o contra inocentes dibujantes que ni buscaron ni merecían la muerte muy a pesar del cretinismo impreso en sus obras. Pero hay que elegir bando y si algunos son Charlie, otros son Ayotzinapa y otros son Kenia, pero no se puede ser todo al mismo tiempo; como si no existiera una dolorosa humanidad bajo circunstanciales fenómenos políticos, económicos o religiosos.

La indiferencia tiene el poder de la autosatisfacción, de una comodidad que no hay que arriesgar aunque el abuso del fuerte sobre el débil pueda expresarse en situaciones ordinarias y próximas a nuestras murallas: en los no menores privilegios del empleador frente al empleado, en la prepotencia que garantiza cualquier nivel de burocratismo, en la ventaja que espera toda corrupción y soborno, en la búsqueda permanente de ‘lo exclusivo’, en la desquiciada carrera por el lujo, en el microautoritarismo familiar, en la discriminación social, religiosa, laboral, sexual e ideológica; en el machismo, el sexismo, racismo, clasismo y un largo etcétera.

El relato de Chejov es relevante más allá de la sentencia, refleja la tentación del despotismo que subyace hasta en las cosas más sencillas. Es fácil ser fuerte en un mundo donde los débiles no tienen siquiera voz, pero es aún más cómodo ser fuerte en un mundo en el que los débiles anhelan ser fuertes o que admiran al poder sin cuestionar si su fortaleza proviene de la indiferencia ante otros débiles. Así como hay muchas clases de opresión, también hay mucha gente extenuada, avasallada por todos sus flancos que no espera la oportunidad de someter a otros aún más abatidos.

Quizá para los gobiernos o los detentadores reales y simbólicos del poder sea sencillo enfrentar los riesgos de una humanidad lacerada; quizá a través de discursos, promesas o propagandas, o mediante reglas, leyes o sacrificios logren complacerse en la dimensión de sus obligaciones. Pero solo una responsabilidad impregna de ética al poder: el servicio. Solo en la dimensión del servicio, arrebatando la indiferencia del concepto del poder, éste adquiere verdadero sentido.

@monroyfelipe

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