Por Mónica Muñoz |

No sé ustedes, pero yo estoy convencida de que uno de los amores más fuertes y perdurables, luego del de los padres, es el de los hermanos.  Po supuesto, quien no los tiene, de alguna manera suple este cariño con el de amigos muy cercanos, que con frecuencia se convierten en la familia que uno mismo elige.

Sin embargo, el amor fraterno es un don maravilloso que el mismo Jesucristo quiso experimentar al llamarnos “hermanos”, debido a nuestra filiación divina, pues somos hechos hijos de Dios gracias al bautismo.

Por eso, cada vez que me reúno con mis hermanos, siento que tengo un gran apoyo y afinidad con tres hombres que han nacido, como yo, de los mismos progenitores, y que, además, somos completamente distintos.  Debo mencionar que no tengo hermanas, situación que he lamentado muchas veces porque no pude compartir los primeros años de mi vida con alguien de mi género, pero eso no fue impedimento para llevar una buena relación con los tres varones que Dios quiso darme como compañeros de infancia y adolescencia.

Por eso me da mucha tristeza cuando escucho a algunas personas referirse a sus consanguíneos como a extraños.  Un conocido comentó hace poco que a dos de sus hermanos les habla por conveniencia y a otra ni le dirigía la palabra.  Me parece terrible que personas que han vivido juntas las mismas experiencias no hayan podido comprenderse.

Y es que damos por sentado que las personas que nacen en una misma familia se llevarán bien por el sólo hecho de vivir bajo el mismo techo.  Por supuesto, tener los mismos genes nos hace sentirnos de alguna manera identificados, bien dicen que la sangre llama, pero eso es sólo una parte, pues, como en toda relación humana, es necesario cultivar el amor fraterno, tarea que corresponde a los padres fomentar.

Y creo que se ha dejado de lado esta labor porque se da por descontado que los hermanos se entienden  sin esfuerzo.  Nada más lejos de la realidad.  Hace poco recordaba que cuando las familias eran muy numerosas, pasaba con frecuencia que las hermanas mayores se convertían casi en las madres de los menores o, que cuando los jóvenes emprendían el vuelo fuera del hogar paterno a edad temprana, los más pequeños ni siquiera los conocían.  Por estas razones, la relación de hermanos era casi nula o se transformaba en algo completamente distinto a la que debió ser originalmente.

Viene a mi mente la época en la que, siendo niños, jugaba con mis hermanos en nuestra casa, convivencia que nos ayudó a estrechar los lazos que hasta la fecha nos unen, y la menciono porque el juego era el momento ideal para saber sobre nuestros gustos, aptitudes y habilidades.

En la actualidad, debido a la inseguridad que nos aqueja, es más complicado que los padres de familia permitan a sus hijos jugar en las calles, como nos tocó a los que hoy somos adultos, por lo que los juegos se limitan al interior de sus viviendas, a veces tan reducidas, que resulta más práctico recurrir a la computadora o juegos de video para lograr que los niños se distraigan.  Creo que eso se puede evitar rescatando los juegos de mesa, que, además de ser sumamente entretenidos, despiertan y agilizan la mente de los pequeños.  O bien, organizar actividades en las que todos participen, se expresen y sean escuchados, esto generará un ambiente de confianza entre la familia y permitirá a los padres conocer a sus hijos, procurando que la comunicación sea abierta y respetuosa, pues es muy importante recordar que cada niño es distinto del otro, con personalidades diferentes e individuales y que no deben compararse con nadie.

Por supuesto, hacer esto requiere tiempo y esfuerzo, de eso justamente se trata la labor educadora y formadora de los padres de familia, y como creo que todos sabemos, a nadie más que a ellos corresponde llevar a sus hijos por el sendero del bien: ni a la escuela, ni a las catequistas, ni a los entrenadores, ni siquiera a los abuelos, quienes, dicho sea aparte, son pilares importantísimos en la vida familiar y de cuya experiencia aprendemos mucho, sin embargo, nadie puede suplir lo que a papá y mamá corresponde hacer.

Por eso, deben esforzarse por lograr que las relaciones interpersonales entre sus hijos se fortalezcan con la convivencia, el diálogo y sobre todo, el amor, pensando que, si logran hacer que se amen desde pequeños, de mayores permanecerán juntos al faltar sus padres.

 

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