Por J. Alfredo MONREAL SOTELO | El Puente |

Se han cumplido 70 años de la liberación del campo de concentración de Auschwitz, realizada por el ejército soviético el 27 de enero de 1945. Muchas dimensiones de crueldad, sufrimiento y muerte, ocultadas por un letrero escrito en alemán y ubicado en la puerta de entrada que decía Arbeit macht frei (El trabajo los hará libres), salieron a la luz en aquel lugar, que en realidad era un verdadero espacio de holocausto.

El campo de Auschwitz-Birkenau, construido por los nazis alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, fue un complejo integrado por varias secciones, en donde se calcula que murieron alrededor de un millón y medio de personas y la gran mayoría eran judíos. El campo se encontraba a unos 43 kilómetros al oeste de Cracovia, Polonia y abrió sus puertas el 20 de mayo de 1940 para convertirse en el mayor campo de exterminio de la Segunda Guerra Mundial.

Bajo el régimen nazi los campos de concentración tuvieron un significado completamente diferente. Fueron lugares de detención, castigo y extermino de los enemigos del régimen totalitario o personas consideradas políticamente “no recuperables”. Llegaron a constituir el principal instrumento del genocidio perpetrado contra los judíos, de “la solución final” preconizada por Hitler. Estaban administrados por las SS (Escuadras de Protección), bajo el mando de Heinrich Himmler. Los comandantes del campo de Auschwitz fueron Rudolf Höss, hasta el verano de 1943, Artur Liebehenschel y Richard Baer.

Las barracas de ladrillo en Auschwitz I y de madera en su mayoría en Auschwitz II (Birkenau) fueron construidas para albergar a 50 personas, pero en ellas vivían hacinadas más de 300. El campo estaba cercado y rodeado de San Maximiliano Kolbe y Santa Edith Stein siguieron el ejemplo de Jesús hasta su último aliento Auschwitz: la santidad en medio del exterminio alambre de púas y de una cerca electrificada; los guardianes tenían orden de disparar a la menor sospecha de intento de fuga. Con el hambre como instrumento, los oficiales de las SS introdujeron la corrupción en el campo; no obstante, el espíritu de resistencia organizado también se hizo presente y contribuyó a la supervivencia de miles de personas. Las más terribles torturas fueron aplicadas a los prisioneros por sus guardianes y el exterminio en masa se llevó a cabo mediante el hambre, el trabajo forzado y la cámara de gas, cuando no el fusilamiento. Al igual que en otros campos, se disponía de un bloque de aislamiento, en los que se realizaban supuestos “experimentos científicos”.

El objetivo principal del campo no era mantener prisioneros como fuerza laboral, por lo cual se equipó el campo con cuatro crematorios y con cámaras de gas donde se utilizaba el compuesto químico Zyklon B. Además, existieron cuatro celdas de un metro cuadrado “una prisión dentro de la prisión” para el encierro por varios días, que llegaron a ser ocupadas hasta por cinco sentenciados a la vez. La mayoría de los prisioneros llegó al campo en tren, con frecuencia después de un sufrido viaje de varios días en vagones de carga, con el engaño de que llegarían a un lugar con condiciones de vida y trabajo.

Muchas de las víctimas, principalmente niños, ancianos y enfermos, fueron enviados a la cámara de gas disfrazada de baño con regaderas o a otro tipo de eliminación sin pasar por la experiencia del campo. La crueldad y el exterminio se incrementaron a medida que los nazis iban comprendiendo la in- evitable derrota. Sin embargo, hasta la llegada de los ejércitos aliados a Alemania no se tuvo noticia exacta de lo que había sido el campo de concentración.

Señalan los editores del libro El absurdo de Auschwitz y el misterio de la Cruz, del Cardenal Carlo María Martini, que visitar Auschwitz es como descender al infierno, al misterio de la iniquidad, que es por definición el absurdo. Pero, en el lado opuesto, visitar Auschwitz es también descubrir la ejemplaridad de figuras como Maximiliano Kolbe o Edith Stein, quienes supieron seguir el modelo de Jesús en la entrega suprema de su propia vida.

San Maximiliano Kolbe vivió el don de sí mismo en un apostolado lleno de celo y ejercido con amor y tenacidad, lo maduró en la desarmada y fuerte resistencia frente al nazismo, dentro y fuera del campo de concentración; lo confirmó hasta el final en la elección de sustituir a otro prisionero en el camino a la muerte y en la lenta y sufrida espera del encuentro definitivo con el Señor en la “celda del hambre”, en 1941.

Santa Edith Stein vivió el don de sí misma en su rigurosa obra de búsqueda filosófica y en su radical disponibilidad a la fe; lo maduró en el despego –sólo exterior- de su familia y de la religión de sus padres; lo vio crecer en la paciente espera del reconocimiento de su vocación carmelita; lo llevó a cumplimiento en la elección de la Cruz de Jesús y en la decisión de ofrecer su vida por su pueblo, por la salvación de Alemania y la paz del mundo. Precisamente porque era consciente de la centralidad de la Cruz, Edith llegó a Auschwitz-Birkenau cantando: Santa Cruz, única esperanza. Y la cámara de gas llegó a ser su lugar de encuentro con el Señor.

En una placa ubicada a la entrada del campo de concentración y alusiva al holocausto se lee: “Por siempre deja que este lugar sea un grito de desamparo, una advertencia a la humanidad…”.

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