Por Juan GAITÁN |
Desde hace ya algunos años se ha popularizado el término «VIP» («personas muy importantes», por sus siglas en inglés). Restaurantes, sitios para bailar y diversos centros de recreación cuentan con salones VIP; los bancos, las aerolíneas y muchos otros comercios tienen una atención VIP para ciertas personas (o atención Oro, Platinum, Number 1, Prioritaria, u otros nombres equivalentes.)
Esta categorización de clientes que se realiza, no se ve reflejada solamente en el producto o servicio recibido (la sala privada en el restaurante, el asiento amplio en el avión, una fila rápida en el banco), sino que es notorio que a las personas se les trata de un modo distinto dependiendo si se consideran o no parte del selecto grupo VIP; se les brinda una atención mucho más atenta, amable, paciente y hasta cariñosa.
Me resulta comprensible (dentro de lo que cabe) que un comensal en un restaurante pague dinero extra por una bebida más fina o por estar en un salón privado; pero otra cosa muy distinta es que a este cliente, por el hecho de pagar más dinero, se le trate de un modo más amable que al resto.
No ignoro que este fenómeno responde a una lógica sencilla. Es obvio que ningún comercio quisiera perder a los clientes que generan los mayores ingresos. Sin embargo, el hecho de que «en todos lados sea así», o que de acuerdo a las estructuras económicas sea algo lógico, no quiere decir que sea algo humano, mucho menos cristiano.
El poeta Diego José, al hablar de ciertos fenómenos del mundo actual, utiliza dos términos que me parecen esclarecedores: «nuevos salvajismos» y «perversión civilizada». ¿Por qué hemos de tratar a dos personas de manera distinta dependiendo del dinero que posea?, ¿la dignidad de un rostro depende del tamaño del signo de pesos que muestra?, ¿valen más quienes más tienen? ¿No es eso perverso?
Quizá pueda afirmarse que la calidad humana de una sociedad se nota en el modo como ésta trata a sus pobres, si como iguales o mirándolos hacia abajo. Un cristiano simplemente no puede participar de esta dinámica. Este comportamiento lo leo como un cinismo socialmente aceptado, tanto de parte de quien exige un trato especial, como de parte de quien se muestra más amable con quienes más dinero ingresan a un comercio.
Volvamos la mirada hacia el Evangelio. ¿A quién atendía Jesucristo con predilección? No hace falta pensar mucho para darse cuenta de que Él daba un trato predilecto a quienes menos «valor» tenían en la sociedad de su época: niños, enfermos, viudas, pobres… ellos recibían su trato más delicado, ellos eran sus hermanos VIP. Claro, a Jesucristo no le ataba el dios dinero.
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