Por Jaime Septién|
Esta semana la Suprema Corte de Justicia de la Nación dio el campanazo al permitir a parejas del mismo sexo adoptar a menores de edad. El único requisito es el de estar unidas bajo el régimen de convivencia. Lo grave del dictamen que declaró inconstitucional el artículo 19 de la Ley Regulatoria de Sociedades Civiles de Convivencia del Estado de Campeche (que prohibía la adopción de menores a personas unidas bajo la sociedad de convivencia) es que la Corte cree que con esto se garantiza el interés superior del menor.
Tiene la palabra el ministro presidente Luis María Aguilar: “¿Qué? ¿Vamos a preferir que tengamos en la calle niños que según las estadísticas superan los 100 mil?” O sea que, para restarle responsabilidad al Estado, lo mejor es que a los niños de la calle los adopten sociedades de convivencia. Qué importa si esas sociedades son formadas por dos mamás o dos papás; o tres o cinco. Ya les robamos a los suyos. Que se conformen con ser adoptados, como los animalitos callejeros, encerrados en la perrera municipal: por el primero que pase por ahí, demuestre que necesita compañía y les tenga lástima.
Pero, afortunadamente, la Corte solamente está ahí para decir si una ley viola o no viola el orden constitucional. La vida es otra. Y ahí es la recta conciencia la que cuenta. Es el conocimiento del valor insustituible de cada ser humano. Y si tenemos que sacar de la necesidad una virtud, saquémosla hoy mismo. Sentirnos responsables de los niños abandonados. Hacer partícipe al Estado y hacernos partícipes nosotros. Darles amor (y no una sociedad de convivencia) como salida adecuada a su situación de calle. Ser más fuertes, como sociedad, que un dictamen de la Suprema Corte.