Sin duda que una de las principales fuentes de vida que tiene El Salvador es el legado de monseñor Romero, cuya fecha de natalicio (15 de agosto) fue motivo de diversos gestos de agradecimiento y celebración. Pero su espíritu y testimonio también ha sido recordado a raíz del escandaloso incremento de violencia que sufre el país. El papa Francisco, al expresar su preocupación por la sociedad salvadoreña debido a la crisis económica, las agudas diferencias sociales y la creciente violencia, animó a perseverar unidos en la esperanza y pidió a todos orar para “que en la tierra del beato Óscar Romero renazcan la justicia y la paz”. En un contexto donde predominan las conductas violentas, donde se desprecia la vida y se corre el peligro de que la indiferencia y el desinterés se perpetúen, es necesario exaltar las figuras que han dejado huella respecto a los ideales de justicia, paz y cordialidad.

De monseñor Romero destacan su cercanía al pueblo, misericordia, profecía, capacidad de comunicar esperanza y servicio a la palabra (con verdad) plasmada en sus homilías. Respecto a esto último, queremos recordar algunos fragmentos de sus predicaciones, dadas en circunstancias de violencia, crímenes horrendos, desesperación, odio, impotencia e impunidad. De nuevo hay que decir que el pensamiento del obispo mártir, lejos de pertenecer al pasado, sigue siendo de gran actualidad para, entre otras cosas, despertar las conciencias y examinar más a fondo nuestra responsabilidad —individual y colectiva— frente a los problemas que sufrimos hoy. Esta sería una forma de honrar su vida, martirio, legado y beatificación. Volvamos a escuchar a nuestro monseñor para profundizar y llevar a la práctica aquellos valores de su vida ejemplar.

En medio del sufrimiento injustamente infligido, Romero proclamó la re-acción de Dios:

Del sufrimiento se puede decir lo mismo que dijo el Señor cuando habló del escándalo: “Es forzoso ciertamente que vengan escándalos, pero ¡ay de aquel hombre por quien el escándalo viene!”. Si el dolor es algo inherente a nuestra misma naturaleza, el hacer sufrir es criminal. Solo Dios, autor y dueño de la vida y de la felicidad de los hombres, tiene derecho a quitar la vida y a medir con proporción de amor y sabiduría la capacidad de sus hijos para aquilatarlos en el dolor y hacerlos dignos de su felicidad. Toda mano que toca la vida, la libertad, la dignidad, la tranquilidad y felicidad de los hombres y de las familias y de los pueblos, es una mano sacrílega y criminal. Toda sangre, todo sufrimiento, todo atropello que cause un hombre a otro hombre se convierte en un eco de la maldición de Dios ante el crimen de Caín: “¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: ¡Maldito seas!”.

Ante la proliferación del mal, monseñor amonestó y urgió su erradicación. Asimismo, animó a volver a la vocación humana original. Las siguientes palabras representan un llamado a la conciencia y a la responsabilidad ética:

Dios ha sembrado bondad. Ningún niño ha nacido malo. Todos hemos sido llamados a la santidad. Valores que Dios ha sembrado en el corazón del hombre y que los actuales, los contemporáneos, tanto estiman, no son piedras raras; son cosas que nacen continuamente. ¿Por qué entonces hay tanta maldad? Porque los ha corrompido la mala inclinación del corazón humano y necesitan purificación. La vocación primigenia del hombre, la original, es la bondad. Todos hemos nacido para la bondad. Nadie nació con inclinaciones a hacer secuestros; nadie nació con inclinaciones para ser un criminal; nadie nació para ser un torturador; nadie nació para ser un asesino. Todos nacimos para ser buenos, para amarnos, para comprendernos. ¿Por qué, entonces, Señor, han brotado en tus campos tantas cizañas? El enemigo lo ha hecho, dice Cristo. El hombre dejó que creciera en su corazón la maleza: las malas compañías, las malas inclinaciones, los vicios. Queridos jóvenes, ustedes que están en el momento en que la vocación se decide, piensen que todos hemos sido llamados a la bondad (…) Niños, jóvenes, ¡sean ustedes constructores de un mundo mejor!

Por otra parte, al dirigirse a los responsables de la violencia criminal, los incitó a la conversión; y a los que tienen la autoridad que da el poder, les pidió sea utilizada para la consecución del bien común. Su voz resonó en los siguientes términos:

A quienes llevan en su mano o en su conciencia el peso de la sangre, del atropello, de las víctimas —inocentes o culpables, pero siempre víctimas en su dignidad de hombres—, les diré: conviértanse. No pueden encontrar a Dios por esos caminos de torturas y de atropellos. Dios se encuentra por los caminos de la justicia, de la conversión, de la verdad.

Y a quienes han recibido el terrible encargo de gobernar, en nombre de Cristo les recuerdo la urgencia de soluciones y leyes justas ante esta mayoría que está con problemas vitales de subsistencia, de tierra, de sueldo. El bien para todos, el bien común, tiene que ser un impulso, como la caridad para el cristiano. Tengan en cuenta el derecho de participación que todos anhelan, porque cada uno puede aportar algo al bien común de la patria, y que se necesita hoy más que nunca una autoridad fuerte, pero no para unificar mecánica o despóticamente, sino para una fuerza moral basada en la libertad y en la responsabilidad de todos, para que todas esas fuerzas sepan converger, a pesar del pluralismo de opiniones y hasta de oposiciones, al bienestar de la patria.

Ojalá que tantas manos manchadas de sangre en nuestra patria se levantaran al Señor, horrorizadas de su mancha, para pedir que las limpie él. Pero los que, gracias a Dios, tienen sus manos limpias —los niños, los enfermos, los que sufren— levanten sus manos inocentes y sufridas al Señor como el pueblo de Israel en Egipto. Y el Señor se apiadará y dirá como en Egipto a Moisés: “He oído el clamor de mi pueblo que gime”. Es la oración que Dios no puede dejar de escuchar.

Y en medio de una violencia que parecía no tener fin, el arzobispo mártir animó a la esperanza fundamentada en la confianza de que Dios conducirá la historia de su pueblo hacia la salvación, a través de todas las ruinas, de todas las deslealtades y catástrofes. De ahí que con fuerza proclamó:

Creer, esperar: esta es la gracia del cristiano en nuestro tiempo. Cuando muchos desesperan, cuando les parece que la patria ya no tiene salida, como que todo se acabó, el cristiano dice: “No, si todavía no hemos comenzado”. Todavía estamos esperando la gracia divina, que ciertamente ya se comienza a construir en esta tierra, y seremos una patria feliz y saldremos de tanto crimen. Habrá una hora en que ya no haya secuestros, habrá felicidad, podremos salir a nuestras calles y a nuestros campos sin miedo a que nos torturen y nos secuestren. ¡Vendrá ese tiempo! Canta nuestra canción: “Yo tengo fe que todo cambiará”. Ha de cambiar si de veras creemos en la palabra que salva y en ella ponemos nuestra confianza. Para mí, este es el honor más grande de la misión que el Señor me ha confiado: estar manteniendo esa esperanza y esa fe en el pueblo de Dios y decirle: Pueblo de Dios, sean dignos de ese nombre.

En suma, si no somos indiferentes al sufrimiento de tanta víctima de la violencia criminal, si asumimos ese dolor y angustia como propios, si decidimos refundar la sociedad salvadoreña sobre bases de respeto a la dignidad humana, equidad e inclusión, entonces entraremos en el camino —inspirados en el testimonio del beato Romero— de hacer renacer en su tierra la justicia y la paz. Entonces, cobrarán actualidad estas palabras suyas:

La única violencia legítima es la que se hace a sí mismo Cristo y nos invita a que la hagamos nosotros mismos: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo”, violéntese a sí mismo, reprima los brotes de orgullo, mate en su alma los brotes de avaricias, de codicias, de soberbias, de orgullo (…) Esto es lo que hay que matar, esa es la violencia que hay que hacer para que allí surja el hombre nuevo, el único que puede construir una civilización nueva, una civilización de amor.

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