Fernando Pascual
El ser humano comunica continuamente: con las palabras, con los gestos, con la vida. Eso es posible, primero, si tiene un mensaje que desea transmitir. Segundo, si encuentra ante sí a otro o a otros que le observan, que esperan su mensaje.
Empieza el diálogo. Hay palabras y expresiones que se comprenden fácilmente. Otras llevan a confusiones o a errores de interpretación.
Por eso, uno de los aspectos más difíciles y más valorados en la comunicación consiste en la claridad, sobre todo cuando quien habla tiene responsabilidades ante otros (hijos, alumnos, amigos que piden un consejo…).
En un mundo lleno de mensajes ambiguos y de “comunicadores” que buscan la oscuridad para no dejar en claro sus propios puntos de vista, la claridad se convierte en un tesoro y en un gesto de madurez, de respeto, de justicia, de bondad.
Porque gracias a la claridad, el comunicador busca los mejores caminos para que las ideas sean comprendidas, para que el interlocutor las analice en sus diferentes aspectos, para que se puedan acoger o rechazar con conocimiento de causa.
No ocurre lo mismo cuando alguien, consciente o inconscientemente, habla de modo confuso, ambiguo, críptico. Porque así el oyente o el lector no acaban de entender el “mensaje” transmitido, si es que no llegan a concluir lo opuesto de lo que presuntamente se quería dar a entender en medio de humo y ambigüedades.
Intentar en serio ser claros es un deber de toda persona que quiera comunicar honestamente. Desde luego, junto a la claridad hace falta un sincero esfuerzo por conocer la verdad y por descartar el error, según aquel consejo que ofreciera el famoso Sócrates en uno de los Diálogos de Platón.
Comunicación, claridad y verdad necesitan establecer una alianza urgente. De este modo, avanzaremos un poco más en el camino que une a los seres humanos: el que lleva hacia saberes compartidos en un clima de respeto recíproco y de honestidad en las palabras y los gestos.