Por Jorge TRASLOSHEROS |
Escucho con frecuencia palabras temerosas sobre la erosión de la Navidad por efecto del consumismo. No niego que algo hay de verdad; sin embargo, también es cierto que estamos en la única época del año en que el consumo encuentra una razón de ser más allá de satisfacer a Narciso. Sólo en estos días, tiene como fin alegrar a cuantos nos rodean con algún detalle significativo. Y si no me creen, entonces veamos el asombroso caso de las galletitas de Navidad.
Hacer las infaltables galletitas no es echar enchiladas. Su alto grado de dificultad tiene un solo objetivo: hacer felices a los amigos, a la familia y a quien se deje. Así pasa en mi propio hogar, como en tantos otros, donde la alegría está garantizada con independencia del resultado final. Aunque el sabor y la textura de las galletas (en muy raras ocasiones) puedan no ser ideales, siempre son perfectas.
En mi casa la tarea empieza con la exigencia de mis hijos quienes, al unísono y en canon, piden el horneado de las galletitas. Poco tienen que insistir pues, casi de inmediato, mi señora hace llamada general a las armas. Nadie queda sin acudir pues el castigo sería obtener una ración menor por falta de mano de obra. Fallas en la línea de producción dirían los ingenieros. El llamado es tan imperioso que Toby, nuestro perro, atiende el primero. Pasa horas echado debajo de la mesa atrapando cuanto caiga al piso. No sólo es una agradable compañía, también es una aspiradora competente.
Puestos en posición de combate, hay que sacar harina, huevo, mantequilla, sal, azúcar, canela, nuez y cuanto haga falta. Somos un gran equipo. Por ejemplo, mis hijas son expertas deshaciendo los grumos de mantequilla en la masa, mi hijo (cuando aparece) en cortar galletas con los moldes y yo —¡qué digo yo!—, soy el más eficiente lavacharolas de la región y muy bien podría ser la envidia en cualquier fonda de prestigio.
La batalla se desarrolla entre hacer la masa, comérsela cruda, los reclamos de mi esposa y el inigualable placer de limpiar los residuos de la cazuela con el dedo, para degustarlos en franca contradicción con el Carreño. Todo, sazonado con el aroma de las galletas en el horno, el cual consumimos a grandes olfateadas. Terminado el horneado y enfriado de las galletitas se hacen los paquetes de regalo. Mi esposa, además, con equidad y a lo largo de los días, las reparte entre nosotros entre reclamos de mayores raciones. La sentencia siempre es la misma: “Son tan buenas que sólo se hacen en Navidad”.
Después viene lo mejor, ¡comérselas con delectación!, lo que es un arte muy sofisticado. Las de mantequilla, favoritas de quien escribe, deben deshacerse en la boca con ayuda de ocasionales y ligeros mordiscos. Las de nuez requieren de un paladeo adicional pues es necesario encontrar el punto de su delicado sabor. El café cargado es imprescindible. Entre una y otra galletita, hasta contar cinco, nunca más, se impone un pequeño sorbo para limpiar el paladar. Así se evita el empalague, enemigo más siniestro del buen consumidor de galletitas.
No siempre el proceso de empacar, guardar y repartir resulta exitoso. Hace pocas navidades, mi esposa hizo rendir la masa al punto de hacernos cinco maravillosas galletas-empanadas, las cuales colocó sobre la mesa en bella canastita de mimbre, acunadas en una servilleta bordada. Era la reserva especial para el desayuno de la mera Navidad. Esa mañana, al bajar, encontramos que las galletas habían desaparecido. La canastilla estaba en el piso, la servilleta en un rincón del comedor y el mantel descuadrado. Fue entones que descubrimos el habilidoso ingenio del Toby. Esa noche durmió en el patio.
Así como hablamos de galletitas, podríamos platicar de las grandes y pequeñas posadas en casa, buñuelos hechos con instrumentos y tecnología centenaria, piernas de puerco, pavos en mil recetas. Todo, por culpa de un pequeño que nació en Belén para regocijo de sus padres, pastores y sabios paganos que en él vieron la más grande esperanza para el mundo. Ellos también regalaron con gusto a sus amigos y parientes en aquella primera Navidad de la historia.
Desde niño siempre imaginé a una pastora con pinta de abuelita desatando un morralito lleno de galletitas y, a la Virgen, acompañada por san José, comiéndolas con esa sonrisa de niña que aún ilumina el cielo y me llena el alma.
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