Por Mónica MUÑOZ |

Luego de tanto esperar su llegada, en un abrir y cerrar de ojos llegó el momento de la despedida. El Papa Francisco rebasó las expectativas de los católicos y dejó asombrados a los no creyentes. Su cercanía, espontaneidad y sencillez cautivó a propios y extraños desde el momento en que descendió del avión para ser recibido en el aeropuerto de la Ciudad de México, pues, fiel a su costumbre, rompió el proto­colo y se acercó a la gente. Y lo mismo hizo cada vez que podía, así que todo el tiempo trajo nerviosos a los hombres encargados de su seguridad.

Durante los seis días que estuvo en México, se reunió con toda clase de personas: artistas, obispos, políticos, indígenas, familias, jóvenes, niños, sacerdotes, consa­grados, seminaristas, enfermos, presos, inmigrantes, hombres de negocios y trabajadores. Todos distintos, pero todos atentos a las palabras que fluyeron de labios del re­presentante de Cristo para infundir ánimo y fortalecer la fe de sus oyentes. Cada reunión tuvo su toque ca­racterístico, a veces sobrio y serio, otras más alegre y festivo, incluso severo como cuando un ansioso joven que deseaba llamar su atención a como diera lugar, lo jaloneó tan fuerte que lo tiró sobre un chico en silla de ruedas, el Papa por un instante alzó la voz para de­cirle ¡no seas egoísta! para recuperar su alegría poco después, sin embargo, cada uno vale la pena ateso­rarlo porque nadie fue excluido de la mirada paternal de Francisco.

Por supuesto, cumplió un sueño, acariciado desde hace mucho: visitó a la Santísima Virgen de Guadalu­pe con la que tuvo una entrañable charla personal que duró casi media hora. Nunca olvidaremos el profundo amor que le tiene y la gran fortuna que tenemos por vivir en el país que Ella eligió como casa.

Cada uno de los encuentros fue entrañable. No obstante, considero que la cereza del pastel se la llevó el encuentro que tuvo con la juventud mexicana el 16 de febrero en el estadio Morelos de la ciudad de Morelia, Michoacán. En ella, el Papa habló a los jóve­nes como un padre, a quienes describió como uno de los mayores tesoros de la tierra mexicana, “su riqueza” puntualizó. Escuchó atentamente las inquietudes de tres jóvenes, tanto que anotó sus nombres y detalles que habían llamado su atención para responder fiel­mente a sus peticiones.

Y dio respuesta a todo, especialmente a quien le pedía palabras de esperanza, diciendo de manera textual: “Yo creo en Jesucristo y por eso les digo esto: Él es quien renueva continuamente en mí la esperanza, Es Él quien renueva continuamente mi mirada. Es Él quien despierta en mí, o sea en cada uno de nosotros, el encanto de disfrutar, el encanto de soñar, el encanto de trabajar juntos. Es Él quien continuamente me invita a convertir el corazón. Sí, amigos míos, les digo esto porque en Jesús yo encontré a Aquel que es capaz de encender lo mejor de mí mismo. Y es de su mano que podamos hacer camino, es de su mano que una y otra vez podamos volver a empezar, es de su mano que podemos decir: Es mentira que la única forma de vivir, de poder ser joven es dejando la vida en manos del narcotráfico o de todos aquellos que lo único que están haciendo es sembrar destrucción y muerte.

Eso es mentira y lo decimos de la mano de Jesús. Es también de la mano de Jesús, de Jesucristo el Señor que podemos decir que es mentira que la única forma que tienen de vivir los jóvenes aquí es la pobreza, la marginación; en la marginación de oportunidades, en la marginación de espacios, en la marginación de la capacitación y educación, en la marginación de la es­peranza.”

Y además, les dijo cómo ayudar a otros jóvenes, aplicando la “escuchoterapia”, aconsejando dejar hablar a los amigos caídos, apoyándolos sin darles recetas, “déjalo hablar, déjalo que te cuente y entonces poquito a poco te va exten­diendo la mano y vos lo vas a ayudar en nombre de Jesucristo.” Fueron las palabras del Papa hablando con su encantador acento argentino a la multitud de jóvenes que lo escuchaban absortos.

Después aplicó la pedagogía cuando pidió a los jóvenes que repitieran tres veces las palabras que resumían su discurso: “Riqueza, espe­ranza, dignidad”, y resonaron las voces juveniles que al unísono corearon.

Por supuesto, las palabras aguijonearon los oídos de quienes han vivido la terrible realidad del crimen or­ganizado cuando mencionó: “Jesús el que nos da la esperanza nunca nos invitaría a ser sicarios, sino que nos llama discípulos. Nos llama amigos. Jesús nunca nos mandaría a la muerte, sino que todo en Él es invi­tación a la vida. Una vida en familia, una vida en co­munidad; una familia y una comunidad a favor de la sociedad.”

Las palabras finales del Pastor de la Iglesia Católica cerraron el magnífico discurso, salido del corazón, un corazón de padre y de hombre necesitado del sostén de la oración de sus fieles: “Queridos hermanos uste­des son la riqueza de este país y, cuando duden de eso, miren a Jesucristo, que es la esperanza, el que desmiente todos los intentos de hacerlos inútiles, o meros mercenarios de ambiciones ajenas. Les agra­dezco este encuentro y les pido que recen por mí. Gra­cias.”

Y ahora, ¿qué queda por hacer? ¡Creerle al Vicario de Cristo y poner en obra lo que Cristo nos ha traído a través de su mensaje!, que Él sea nuestra guía y forta­leza para continuar siendo fieles a Él.

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