Por Rodrigo AGUILAR MARTÍNEZ, Obispo de Tehuacán |

El 15 de mayo se celebra en México el Día del Maestro. Dialogando con algunos alumnos, les pregunté qué esperan del maestro. Uno respondió: “que no exija mucho”.

Esa respuesta me hizo pensar en cuáles son los mejores recuerdos de mis maestros y he llegado a esta conclusión: los que me exigían pero lo hacían con dedicación amable y se comprometían en ello.

Ser maestro es una misión delicada, difícil y muy noble. De hecho los papás son los primeros maestros de sus hijos. Vienen luego otros maestros a lo largo de la vida, para ayudarlos a crecer en todos sentidos. Con frecuencia dichos maestros asumen la función de segundos padres, para sanar de heridas en la historia personal y familiar de los alumnos; pero qué satisfactorio es ayudar a que los alumnos, reconociendo sus limitaciones, también reconozcan y ejerciten sus capacidades con fortaleza y creatividad.

Felicidades, maestros, que se esmeran en cumplir su misión.

Ante todo, valoren la dignidad humana de cada alumno.

Desde luego que es importante que los alumnos aprendan, pero también que amen lo aprendido a fin de que se traduzca en acciones correspondientes. En otras palabras, que entre la inteligencia, la afectividad y la voluntad.

El testimonio personal es valioso: lo que se enseña en las aulas, también se viva fuera de las aulas.

Por otra parte, la ciencia y la fe no están peleadas. Más aún, se requieren mutuamente, En efecto, la ciencia sin la fe pierde horizonte; la fe sin la ciencia es castillo en el aire. La ciencia y la fe unidas consiguen solidez y trascendencia.

Es urgente una educación integral para resolver nuestros problemas y potenciar nuestros recursos.

Con mejores maestros habrá mejores alumnos, mejores ciudadanos, sólidos constructores de justicia y de paz.

 

 

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