Por Fernando PASCUAL |
El centro de nuestros corazones está en el amor. El amor nos lleva a actuar, dibuja nuestras vidas, explica nuestras relaciones.
Nadie puede vivir sin amar. Constitutivamente nos orientamos siempre hacia alguien o hacia algo. El amor será sano si nos lleva hacia el bien. El amor estará herido si nos ata al egoísmo y nos arrastra hacia el mal.
En una de sus cartas, santa Catalina de Siena afirmaba: “El alma no puede vivir sin amor: o amará a Dios o al mundo. El alma se une siempre a la cosa que ama y en ella se convierte” (Carta 44)
En otra carta describía un camino fácil para el amor: “Toda virtud tiene vida por el amor; y el amor se adquiere en el amor, es decir, fijándonos cuán amados somos de Dios. Viéndonos tan amados, es imposible que no amemos” (Carta 50).
Así de fácil… y así de difícil, pues el egoísmo nos asedia continuamente, el miedo nos paraliza, y no somos capaces de abrir los ojos para descubrir tantas huellas de la ternura y cercanía de Dios.
Por eso, necesitamos romper con el pecado, sacudir toda soberbia, limpiar el alma del apego a los placeres y a los bienes materiales. Así estaremos listos para reconocer la gran verdad: Dios me ama.
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1Jn 4,10‑11).
Ese amor nos ayudará a cumplir los mandamientos (cf. 1Jn 5,2-3), porque en ellos veremos el camino concreto para amar a Dios y a los hermanos, hasta poder llegar a la plena identificación con Cristo.
Entonces será posible que hagamos nuestras las palabras de un gran enamorado, san Pablo: “y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Porque estaremos unidos a la vid, y en nuestras venas correrá el fuego de quien nos amó primero.