La vida cristiana, como una planta o un árbol, no puede florecer si se le corta la raíz y la raíz es Jesús. El Papa Francisco, saludó con “una feliz primavera” a las personas presentes en la audiencia general y siguiendo la idea preguntó, hablando libremente, si “una planta está enferma, ¿puede florecer bien? ¿Y un árbol que no tiene raíz puede florecer? Sin raíces no se puede florecer. La vida cristiana es una vida que debe florecer en las obras de caridad y hacer el bien, pero si tú no tienes raíz y la raíz es Jesús y si tú no la riegas con la oración y los sacramentos, no tendrás flores, les deseo que esta primavera sea florida. Recuerden que el árbol que floreció depende de lo que tiene bajo la tierra. Jamás cortar las raíces con Jesús”.
A las 20.000 personas presentes en la plaza de San Pedro, luego, el Papa Francisco, continuando en la catequesis dedicada a la misa habló de la comunión, a la cual “está ordenada” la celebración. “Celebramos la Eucaristía para nutrirnos de Cristo, que nos dona a sí mismo tanto en la Palabra como en el Sacramento del altar”, para conformarnos en Él. Lo dice el mismo Señor: “Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo el él” (Jn 6,56). De hecho, el gesto de Jesús que dio a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre en la Última cena, continúa todavía hoy a través del ministerio del sacerdote y del diácono, los ministros ordinarios de la distribución a los hermanos de la vida y del Cáliz de la salvación”.
Después de la Fracción del Pan, el sacerdote lo muestra a los fieles, invitándolos a participar del banquete eucarístico. Conocemos las palabras que resuenan en el santo altar: “Felices los invitados a la cena del Señor: he aquí el Cordero de dios, que quita el pecado del mundo”. Inspirado en un pasaje del Apocalipsis- “beatos los invitados al banquete de las bodas del Cordero” (Ap 19,9)-esta invitación nos alegra y junto nos llama a experimentar la íntima unión con Cristo, fuente de alegría y de santidad. Es una función que nos alegra y al mismo tiempo nos invita a hacer un examen de conciencia iluminado por la fe. De hecho, si por un lado, vemos la distancia que nos separa de la santidad de Cristo, por la otra creemos que su Sangre es “derramada para la remisión de los pecados”. Y no se olviden que Jesús perdona siempre, somos nosotros que nos cansamos de pedir de ser perdonados. Justamente pensando en el valor salvífico de esta Sangre, san Ambrosio exclama: “Yo que peco siempre, debo estar siempre disponer de la medicina” (De sacramentis, 4, 28: PL 16, 446A).. En esta fe, también nosotros dirigimos la mirada al Cordero de Dios que quita los pecados del mundo y lo invocamos: “¡Oh Señor!, no soy digno de participar en tu mesa: pero di una sola palabra y yo seré salvado”.
Si somos nosotros los que nos movemos en procesión para hacer la Comunión, en realidad es cristo que viene a nuestro encuentro para asimilarnos a Él. Nutrirse de la Eucaristía significa dejarse cambiar en lo que recibimos. Nos ayuda S. Agustín para comprenderlo, cuando narra sobre la luz recibida en el sentirse decir por cristo. “Yo soy la comida de los grandes. Crece y me comerás. Y será tú en transformarme en ti, como el comer tu carne; pero tú serás transformado en mí” (Confesiones4, 28: PL 16, 446A). Cada vez que comulgamos no asemejamos más a Cristo. Como el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor, así cuantos lo reciben con fe son transformados en Eucaristía viviente. Al sacerdote que distribuyendo la Eucaristía, te dice “el Cuerpo de Cristo”, tú respondes: “Amén”, o sea reconoces la gracia y el compromiso que comporta volverse en el Cuerpo de Cristo. Porque cuando tú recibes la Eucaristía te conviertes en Cuerpo de cristo. Mientras nos une a cristo, sacándonos de nuestros egoísmos, la Comunión nos abre a unirse a todos aquellos que son una sola cosa con Él. He aquí, el prodigio de la Comunión: ¡Nos convertimos en aquello que recibimos!”.
“La liturgia eucarística se concluye con la oración después de la Comunión. En ella, en nombre de todos, el sacerdote se dirige a Dios agradeciéndole que habernos hecho sus comensales y pide que lo que hemos recibido transforme nuestra vida. La Eucaristía nos hace fuertes para dar flores de buenas obras. Es significativa la oración de hoy, en la cual pedimos al Señor que “la participación a su sacramento sea para nosotros medicina de salvación, nos cure del mal y nos confirme en su amistad” (Misal Romano, Miércoles de la V semana de cuaresma). Acerquémonos a la Eucaristía que nos transforma en Él. Es tan bueno, tan grande es el Señor”.