La Iglesia no solo produce buenos católicos. También buenos ciudadanos. Pero con una condición: que tanto sacerdotes como laicos sepamos dar un paso adelante. Decir, «sí quiero». Como en el altar, a la hora del matrimonio.
El paso adelante consiste en salir de la zona de confort. Ser católicos –y, por tanto, ciudadanos— de tiempo completo. Echarle la culpa al gobierno, al paso del cometa, a Estados Unidos o a la televisión vía satélite, al PRI, al PAN, al PRD…, es facilísimo. Lo que no es ni remotamente fácil es sacudirnos la modorra. Decir, «eso es papel de los laicos» o «que los curas no se metan en mi vida».
En resumidas cuentas, volver a considerar los «derechos» de Dios en la vida pública. Eso nos obligará a darnos cuenta (si es que no nos habíamos percatado) de nuestra responsabilidad en la pobreza que clama al cielo en México. De la pobreza material –60 millones de mexicanos viven en ese estado— y de la pobreza espiritual, resumida en la horrible frase de que «el que no tranza no avanza».
Un primer paso es pedirle perdón al taladrado pueblo de México. Los partidos políticos, los candidatos, los aspirantes y los suspirantes no lo van a hacer. La «lógica» del poder (a como de lugar) lo impide. Van por el triunfo. En cambio, la lógica del catolicismo, que es nuestra raíz de identidad mexicana, hace eco al hermoso poema de Kipling, «Si», en el que el autor le pide a su hijo que trate a la victoria y a la derrota como lo que son: «dos impostoras».
Después de pedir perdón, de asumir que somos corresponsables de la crisis de inseguridad, desempleo y corrupción que estamos viviendo en nuestro país, viene la acción-compromiso. Cada uno trate de hacer algo, pequeño, modesto pero honesto, por México. Sobre todo, trate de defender la dignidad humana.
Las reglas electorales no impiden a la Iglesia ni a los católicos hablar, testimoniar, predicar sobre lo esencial del hombre: que cada uno es un fin en sí mismo y que todas las personas son queridas por el Padre, lo reconozcan o no. Que «la vida es de Dios y solo Él puede llevársela» (Giordani) y que nadie puede ser usado como un objeto, como una cosa que produce bienes, votos, dinero o placer.
Hablamos hoy de los políticos, pero no de la política. Estamos hasta las narices de anuncios (27 millones de aquí al primero de julio) y nos quedamos refunfuñando en el café. Pedimos cuentas, cambios, alternativas, pero no participamos activamente en la construcción de un «bien posible», aunque sea modesto. Nos conformamos con un «mal menor». Ése que, a la larga, nos hunde en las procelosas aguas del populismo o la dictadura.
El Observador apuesta, desde este número y mediante un seguimiento semanal, a construir la democracia que México necesita. A sabiendas de que una democracia sin cuidados es una cáscara vacía. En otras palabras, el compromiso de nuestro periodismo católico es con la vida (que es de Dios) y con la libertad de quien reconoce la verdad en la humildad. Nos interesa México. Nos interesa promover la oración y la acción por México. Queremos ser ciudadanos en camino a la Patria celestial, pero insertos en los dolores de la Patria terrenal, el lugar de nuestros padres.
Algo más: nos mueve el íntimo reconocimiento de que Guadalupe «no hizo nada igual con otra nación». Y ella está aquí. Nuestra Madrecita. Esperando que asumamos su mensaje. Porque, «lo que no se asume no se redime» (San Ireneo de Lyon). Debemos redimir a México, asumiendo que los católicos, las mujeres y los hombres de buena voluntad lo podemos encaminar a la paz.
Publicado en la edición impresa de El Observador 8 de abril de 2018 No.1187