Por Jaime Septién

Si, como decía el filósofo español José Ortega y Gasset, “el primer paso para resolver un problema es reconocer su existencia”, me pregunto ¿cuál es el primer paso que tenemos que dar para reconocer la existencia de ese problema en México? ¿Qué problema esencial que no nos deja avanzar hacia el bien común, nos atora, nos despeña en calificaciones internacionales sensibles como el índice de paz, la corrupción, la democracia y el racismo, entre otros?

Yo creo que en tanto no demos ese primer paso seguiremos en lucha permanente, derivada al asunto electoral pero que se cierne, como una sombra ominosa, sobre los ciudadanos que van por la calle, por las familias que se reúnen el domingo, por los interminables cotilleos de las redes sociales. Voy a tratar de señalarlo, a sabiendas que me puedo equivocar.

“Más conocemos cosas singulares, más conocemos a Dios”, decía Baruch de Spinoza. Pienso exactamente lo mismo con respecto a Dios, a México, a nuestra familia. Mientras más conocemos la singularidad de la fe cristiana (y singularidad no es superioridad, que quede claro), de la Patria o de los orígenes familiares, más nos acercamos al amor que constituye la raíz del ser hombre.

El dicho popular es certero: nadie ama lo que no conoce. Impulsados a ello solemos recurrir, hoy, al conocimiento “general”, es decir, al conocimiento de la epidermis de las cosas. Con cinco tuits nos creemos ya sabedores de qué va el Credo; de quién es el responsable de los males de la nación y de dónde viene mi abuelita. El problema de la educación que veo en México, tanto en la pública como en la privada es el mismo: educar no para la libertad de conocer, para la admiración y el asombro del otro y de lo otro, sino para sobresalir y, si no se puede, para avasallar a los demás.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de agosto de 2023 No. 1466

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