Jesús, conociendo su malicia, les dijo: «Hipócritas, ¿por qué me tienden una trampa? Muéstrenme la moneda con que pagan el impuesto». Mt 22, 18-19
Por Tomás De Híjar Ornelas, Pbro.
Diez días antes de que la explosión de un volcán sepultara con una nube de polvo la colonia guatemalteca de San Miguel de los Lotes, privando de la vida a 69 personas, el 3 de junio de este 2018, en la península ibérica otro sismo, político, hizo rodar la cabeza de quien hasta esa fecha se ostentó como un maestro consumado en el arte de perder ganando, el gallego Mariano Rajoy, hasta ese día Presidente del Gobierno español, sirviendo su salida para encumbrar a un diestro insuperable en el dominio de perder ganando, su más encarnizado rival, el castellano Pedro Sánchez. Que el primero hiciera lo que pudiera durante su gestión no corta frente a la encomienda que tuvo y que el otro haga lo que más conviene la historia lo evaluará al tiempo. Para esta columna ambos lances sirven nada más para subrayar eso que el escritor colombiano Tomás Carrasquilla (1858-1940) perpetuó, a modo de exordio, en uno de sus poemas: «Es flaca sobremanera / toda humana previsión, / pues en más de una ocasión / sale lo que no se espera».
Como nunca en la historia los cristianos tenemos ante nosotros la oportunidad de sentar las bases de una civilización en la que la vida humana recobre la dignidad de la que capituló por reñir con su Hacedor. Pero también, arrastrar la ignominia de perder de nuevo la posibilidad de darle a la humanidad un norte.
Pero como todo ello depende no de los cálculos humanos sino de los designios de la Providencia, apelemos al maestro por antonomasia, Jesucristo, que se granjeó en la historia un lugar que nadie podrá disputarle: ser hombre sin dejar de ser Dios.
Como hombre apuró hasta las heces el amargo licor de la frustración y del desencanto; como Dios, avizoró que no obstante la mala disposición de muchos, siempre habrá un reducto por el que valga la pena persistir, una porción que ese creyente agnóstico que fue Víctor Hugo, abocetó en un obispo de carne y hueso que perpetuó en uno de los personajes de Los miserables (1863), llamándolo Charles-François-Bienvenu Myriel, para ocultar a otro de carne y hueso, François Melchior Charles Bienvenu de Miollis (1753-1843), que vivió y murió en el contexto y las circunstancias en que ahí se le presenta.
Digo esto por la ascendencia que hoy y mañana seguirá teniendo la figura de autoridad en el desarrollo de las comunidades y pueblos, siempre y cuando prelados y súbditos se reconcilien con su figura de autoridad paterna desde el ejercicio responsable de la potestad (facultad recibida) de la comunidad política, el pueblo, para ejercerla de forma legítima, obedeciendo. Lo contrario es fetichizar a la autoridad, deslegitimándola a veces a grados menos que grotescos. ¿Qué podrá llevarse hasta la tumba un Nicolás Maduro en Venezuela o un Donal Trump en los Estados Unidos? Nunca lo sabremos en el tiempo, en la eternidad sí.
En tanto ésta llega, podemos legitimar lo que nos toca: ser auténticos, libres, transparentes, sinceros, a despecho de esa hipocresía institucional que desde hace mucho ha secuestrado los últimos bastiones del corporativismo, y que de voluntad no evacuará.
Desalojar a quienes han secuestrado a las instituciones –la Iglesia entre ellas– no será rápido ni sencillo, pero si cobramos conciencia de nuestra responsabilidad en ello, en lugar de seguir atisbando responsables de la decadencia, descubriremos (en nosotros mismos) a los promotores del cambio. Sinceros y auténticos. No hay de otra.
Publicado en la edición impresa de El Observador 17 de junio de 2018 No. 1197