Por Marcelo López Cambronero

Cristo enseña al hombre lo que es el hombre y es el centro de la vida y el núcleo mismo de la realidad. No hay ningún acto humano, ningún anhelo, ninguna aspiración que no tenga que ver con el Señor.

Dios no se ha quedado confinado a las sacristías, a los espacios litúrgicos ni a lo «sobrenatural». Se ha mezclado con nuestros huesos y con nuestra carne, se ha hecho hombre y lo ha dado todo por nosotros, enseñándonos el camino de la santidad en cualquier lugar o circunstancia en la que nos encontremos.

En el deporte, incluso en el deporte de alto nivel con sus cámaras, focos y peculiaridades, también estamos llamados a la santidad. La competición no es un obstáculo para crecer en nuestra cercanía al Señor, como no lo es el deseo de victoria. Los cristianos no somos mojigatos ñoños que despreciemos la vida. La amamos con pasión, sabedores de que es un regalo bañado por la misericordia de Dios, y nos entregamos a ella para abrazarla en la victoria y también en el fracaso y en el sufrimiento.

El Vaticano ha elaborado un documento sobre las relaciones entre la fe y el deporte que lleva por título «Dar lo mejor de uno mismo», y el Papa, con motivo de la presentación del mismo, ha escrito una carta expresando su alegría por esta iniciativa del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida. En ella explica cómo la práctica deportiva aúna a personas de distinta raza, condición, religión o ideología en torno a un esfuerzo y unos fines comunes, compartiendo las alegrías y las derrotas y haciendo un camino humano que contrasta con el individualismo que impera por doquier.

Y efectivamente es así. Hace unos años enseñaba Ética en una licenciatura dirigida a la práctica deportiva y contaba entre mis alumnos con medallistas olímpicos y jugadores de distintas disciplinas, muchos de ellos famosos y reconocidos, y pude ver cómo el espíritu de unidad que se extendía entre ellos despertaba el anhelo de una vida más grande y más plena de la que puede proporcionar el éxito o el dinero. Nadie conoce tanto lo efímero de la gloria como quien la alcanza y puede levantarse al día siguiente preguntándose: «¿Y qué?» Porque Cristo, sólo Cristo, aquí, allí y en cualquier lugar, es la respuesta al corazón del hombre.

 

Publicado en la edición impresa de El Observador del 10 de junio de 2018 No. 1196

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