Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.
La Iglesia (en Irlanda) ha perdido completamente su voz moral como resultado de sucesivos escándalos.
Creo que las señales de su muerte están por todos lados.
Joe McDonald
La cita que sirve de epígrafe a esta columna es la opinión de un presbítero católico del clero de Irlanda, comentando la noticia del suceso que apenas este 25 de mayo del 2018 se divulgó por todos lados: un 66 por ciento de votantes en un referéndum, pidieron la despenalización del aborto provocado en ese país, considerado hasta hace poco un bastión del catolicismo en el mundo. El arzobispo de Armagh, primado de Irlanda, añadió: «La cultura de Irlanda ha cambiado y la gente se ha alejado de la Iglesia». El de Dublín, Diarmuid Martin, también reconoció que «los resultados eran una señal del papel marginal que tiene la Iglesia en la sociedad actual».
Empero, lo que está de fondo sigue siendo parte de esa sangría provocada en la institución eclesiástica y aun en el catolicismo a consecuencia de los «sucesivos escándalos» en la conducta del clero, incluyendo a los institutos de vida consagrada masculinos y femeninos, que no fueron atendidos oportunamente por los obispos, que optaron por el encubrimiento y ahora sufren las consecuencias, que seguramente salpicarán el Encuentro Mundial de las Familias que se llevará a cabo en Dublín del 21 al 26 de agosto próximo, bajo el lema «El Evangelio de la Familia: Alegría para el Mundo», y en el que se hará presente el Papa Francisco.
Los casos de encubrimiento a infractores clericales están haciendo mella en Canadá, donde se ventila el caso de Alexis Joveneau (1926-1992), misionero belga de la Congregación de Oblatos de María Inmaculada, párroco que fue de los indios montañeses en la costa norte inferior de Quebec entre 1953 y 1992, artífice de un emporio propagandístico publicitario, muy eficaz para recaudar donativos y maquillar una conducta perversa que hasta fechas recientes se ha ido exhumando, para enlodar su memoria, la de su Congregación, que se ha disculpado de su negligente pasividad, y en general, la de esa forma sinuosa y opaca de abordar la conducta criminal de los clérigos y consagrados infractores de delitos del fuero común.
La reacción airada de muchos, incluso católicos, a esta aberrante y sostenida estrategia para evitar o suavizar el escándalo es parte de la hegemonía que la figura de ascendencia moral ejerció de forma implacable en el pasado.
En el archivo de mi familia se conserva la copia de una carta en la que una de mis bisabuelas maternas pide, hace 120 años, la intervención del alcalde del municipio donde ella tenía su domicilio, para que la saque de la casa paterna y la deposite en otra, pues su progenitor se oponía a que contrajera el matrimonio, pues en su clan se había tácitamente determinado que ella debía ser la compañía de sus padres mientras ellos vivieran.
Ese pequeño ejemplo del ejercicio rotundo de la autoridad lo encontramos ahora totalmente rebasado. Su persistencia en algunas instancias de gobierno, como el eclesiástico, sólo puede abordarse desde la transparencia, la formación integral y la honestidad.
El sí a la despenalización al aborto inducido en Irlanda es, entonces, más una derrota del autoritarismo que del valor de la vida humana desde el Evangelio. También, una ocasión para erradicar el corporativismo lesivo de las instituciones eclesiásticas, especialmente donde su indolencia o su falta de energía sigue secuestrando la vitalidad del Espíritu Santo en las comunidades de fieles. Ahora, además de pedir perdón, se impone actuar de forma congruente con estos reclamos.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 3 de junio de 2018 No. 1195