Por Fernando Pascual
La vida transcurre desde metas cercanas que nos lanzan hacia metas más lejanas. Surge, entonces, la pregunta: ¿hay alguna meta definitiva?
Porque no podemos caminar como quien continuamente deja atrás algo ya superado y avanza hacia lo nuevo, sin que al final un objetivo dé sentido a todo.
Si existe esa meta definitiva, deberá llenar plenamente las aspiraciones buenas de cada ser humano, además de permitir que la justicia se haga realidad para todos.
El mundo en el que vivimos está herido por tantas injusticias, fracasos, enfermedades, frustraciones, pecados.
Solo si en el horizonte aparece una meta que ponga todo en su sitio, que premie a los buenos, que castigue a los malos, que purifique y rescate a los arrepentidos, la vida tendrá su sentido completo.
La aspiración a una meta definitiva está unida a la creencia en un Dios que acoja a cada ser humano, que permita el triunfo completo del bien, que rescate a los que han sufrido tantas y tantas injusticias.
Mirar hacia la meta y aceptar el juicio de Dios nos lleva a replantear opciones provisionales que descubrimos como equivocadas, inútiles, incluso injustas y pecaminosas.
Al mismo tiempo, nos impulsa a afinar la mente y el corazón para abrirnos a la misericordia, a la justicia, a la verdad, a la belleza, al amor que da sentido a cada etapa y decisión de nuestro camino.
Este día está tejido de metas pequeñas o grandes. Serán dañinas si me apartan de la meta definitiva y me encierran en el egoísmo de los corazones empequeñecidos. Serán benéficas si me permiten crecer en el amor a Dios y a los hermanos…