Por José Francisco González González, obispo de Campeche |

Pablo escribe el saludo de esta carta a los Efesios (1,3-14) en forma de acción de gracias. En esta misiva aflora la riqueza doctrinal del Apóstol de las Gentes. Él era una persona cultivada en la fe, en la cultura, y escribe, en este caso, una de las páginas más densas del todo el Nuevo Testamento. Algunos estudiosos de la Biblia, por el tono lírico de este primer capítulo, han catalogado el saludo como un himno. Y ciertamente, tiene una conformación hímnica. Goza de un ritmo gramatical, pero con un transfondo litúrgico. Es notable en Pablo la importancia que tiene el plan divino de salvación. Dios, desde toda la eternidad, no desea otra cosa que salvar a la humanidad, a todos los hombres, la obra más preciosa de su creación. El ser humano, ha sido bendecido, de manera particular, por encima de otras criaturas. Así lo atesta Pablo: “Nos ha bendecido en Él [Cristo] con toda clase de bienes espirituales y celestiales… para que fuéramos santos e irreprochables a sus ojos, por el amor”. Como viene descrito en muchísimos pasajes bíblicos, la obra de salvación tiene su origen sólo en Dios. La iniciativa es del Señor; el hombre es beneficiario. Es por eso, que el Papa Francisco ha venido insistiendo en que no son las propias obras las que salvan (pelagianismo), ni el narcisismo espiritual, fruto del gnosticismo, sino Dios. Pablo subraya que la salvación, si bien viene de Dios, la opera y la actúa en Cristo por Cristo. Lo dice así: “Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegara la plenitud de los tiempos”. PERMANECER EN UNIÓN CON CRISTO. Es importante no perder la unión con Cristo, para que la salvación sea real. Recordemos aquél pasaje de Juan 15, dónde Cristo se revela como la Vid verdadera. Sólo recogeremos frutos, si estamos unidos a Él. Sin Jesús, sólo se desparraman los esfuerzos, las fatigas, las desesperanzas. San Pablo expresa que unidos nosotros a Cristo, el Padre nos contempla y ama desde toda la eternidad (Ef 1,5). La unión vital a Cristo nos hace herederos; es decir, tanto judíos como paganos (todos) estamos llamados a participar de la herencia mesiánica de Cristo, de los mismos bienes de la redención. EL ESPÍRITU SANTO, SELLO DEL AMOR DIVINO.

En este plan de salvación, el Espíritu Santo también tiene su importancia. El Espíritu contribuye con su acción santificadora. Al final de la lectura de hoy, leemos: “Este Espíritu es la garantía de nuestra herencia, mientras llega la liberación del pueblo adquirido por Dios para alabanza de su gloria”. La función del Espíritu Santo viene caracterizada por Pablo con dos imágenes: la de “sello” y como “garantía”. Por eso, en el momento de la Ascensión asegura esa presencia del Espíritu a sus discípulos (cf. Hech 1,4-8). La redención y liberación comienza desde aquí en la tierra, con la purificación del pecado, pero se llegará a la plenitud de esa experiencia en la consumación definitiva, cuando llegue la visión de Dios en el cielo (cf. Rm 8,23). Todo esto, como lo repite tres veces el Apóstol, es “para la Gloria de Dios”. A propósito de la salvación, que Dios quiere para todos, traigamos a colación unas palabras del Papa Francisco en su reciente encíclica “Gaudete et exsultate” Nº 34, acerca de el plan divino: “No tengas miedo de apuntar más alto, de dejarte amar y liberar por Dios. No tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. La santidad no te hace menos humano, porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo, como decía León Bloy, en la vida «existe una sola tristeza, la de no ser santos». ¡Muéstranos, Señor, tu misericordia!

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