Por María T. Trinidad
Como cada año, el Jueves Santo hemos renovado la conciencia del gran regalo que son nuestros sacerdotes.
Ellos, que han sido tomados de entre sus hermanos, ungidos y destinados a ser luz en medio de tanta duda y de tanta oscuridad, guía segura para el que yerra y consuelo para el que sufre.
Cómo no recordar, como dice santa Teresita en su oración por los sacerdotes, a todos los que han sido instrumentos para recibir o renovar la gracia de Dios a través de los sacramentos.
Por esto, hoy quiero, a nombre mío y de todos los que han sido bendecidos por algún sacerdote alrededor del mundo, decirte: gracias, padre, bendigo a Dios por tu presencia. Gracias por acompañar a tantos jóvenes inquietos haciéndoles descubrir a Dios en su alegría. Gracias por tu paciencia que nos hace ver al Dios de la ternura y de la compasión. Gracias porque sé que cumples cuando ofreces pedir a Dios por mis problemas. Gracias por tu entrega a tu ministerio, pues impulsa e inspira mi testimonio como cristiano. Gracias por tus consejos en la confesión, ahí donde no puedo engañar a nadie y miro sinceramente los errores que debo corregir. Gracias por compartir con mi familia momentos alegres y momentos dolorosos. Gracias por robarle tiempo a tu descanso para confesar a mi padre en su agonía. Gracias por visitar a mi madre, triste por su enfermedad. Gracias por tu entusiasmo aun cuando sé que también sufres. Gracias por esas manos consagradas que me transmiten paz cuando al orar las impones sobre mí. Gracias porque en el nombre de Dios tú me liberas de la fuerza del mal cuando me oprime.
Querido sacerdote: también quiero agradecerte por recibirme en la confesión con el «Ave Maria purísima», pues me hace saberme protegida por la Santísima Virgen, mientras escuchas y perdonas mis pecados en el nombre de Jesús.
Gracias porque después de absolverme me despides con un: «Vaya con Dios», «vaya en paz» o un: «Dios le bendiga», pues me hace sentir nuevamente en amistad con Dios.
Finalmente, te agradezco la devoción con que elevas la Hostia y el Cáliz en el momento de la Consagración; son, para mí, momentos de Cielo en los que presento ante Jesús a mis almas del purgatorio y a toda persona por quien quiero interceder.
Gracias, Dios, por los sacerdotes cuyos nombres guardamos cada uno de nosotros en nuestro corazón.
CARTAS DEL LECTOR
Publicado en la edición impresa de El Observador del 10 de junio de 2018 No. 1196