Por Fernando Pascual
El padre abad abrió, nuevamente, su alma a Dios, y rezó como pocas veces lo había hecho en las últimas semanas.
«Sabes, Señor, que hay momentos en los que me resulta muy difícil orar. Porque temo no ser escuchado. Porque sospecho que no me concederás lo que te pido.
Sé que si te pido algo que provocará más males que bienes, tu Corazón de Padre no me lo dará.
Pero cuando pido lluvia para los campos en sequía, cuando pido salud para una madre de la que dependen su esposo e hijos, cuando suplico paz para esos dos pueblos en guerra, ¿por qué parece que no escuchas?
En esos momentos, dudo, Señor. No me animo a rezar una y otra vez si luego siento ante mí un muro de silencio. Cuesta mucho, lo sabes, pedir y pedir cuando al final las cosas no mejoran, si es que no van a peor.
¿No será mejor dejar de pedirte esas gracias? Sin embargo, en el Evangelio Tú enseñaste que supliquemos, que insistamos, como la viuda que reclama justicia (cf. Lc 18,1-8).
Entonces, ¿qué sentido tienen esas oraciones que parecen no escuchadas? ¿Por qué nos invitas a suplicar con perseverancia, cuando la historia parece seguir adelante como si Tú no oyeras?
Un día comprenderé que mi oración tenía un valor que yo no era capaz de sospechar. Porque Tú escuchas de maneras sorprendente, porque la misma oración intensa es ya un triunfo de tu gracia en mi alma.
Otro día más te he pedido por esa pareja en dificultades, por esa paz que parece imposible, por esa lluvia que no llega, por esas cosechas amenazadas, por ese hijo deseado por unos esposos jóvenes.
Tengo miedo de perder la esperanza si no nos concedes esas cosas que, supongo, son buenas, que otros necesitan en el camino de la vida.
Por eso, humildemente, te pido ayuda. Para que no deje de rezar como hijo confiado, abierto y disponible a lo que decidas. Y para que en medio de los hechos de cada día descubra qué mensaje nos dejas, qué deseas de esta humanidad sufriente, qué me pides como compañero de camino de mis hermanos…»