Por Fernando Pascual

Las heridas en el cuerpo pueden ser superficiales o profundas, provocar daños pequeños o grandes.

Las heridas en el alma pueden ser ligeras o serias, pero no se comportan como las heridas físicas.

Porque en muchos casos cada corazón puede reaccionar de manera diferente ante un insulto, una traición, un desprecio, un fracaso, y hacerse «invulnerable» o sumamente frágil.

Lo que ocurre tras la ofensa depende, en buena parte, de uno mismo. Por eso hay quienes salen airosos de ataques muy graves, mientras otros naufragan por una simple alusión crítica.

Hay barreras protectoras que cada uno puede poner en su corazón. Según esas barreras, tendrá más energía para superar los reveses, o más vulnerabilidad cuando se produce un contratiempo.

No todo, desde luego, está en nuestro poder. Porque hay hechos que rompen cualquier coraza y penetran hasta lo más íntimo de cada uno.

Entonces, ¿cómo seguir en camino? ¿Cómo actuar ante las mil posibilidades y sorpresas, algunas buenas, otras malas, que nos llegan continuamente?

Si en nuestro interior hay un amor fuerte y seguro, si hemos aprendido que en esta vida nada tiene permanencia, si desconfiamos sanamente de las apariencias, estaremos mejor preparados para no sucumbir al primer golpe.

El amor que todo lo soporta, lo sabemos, se llama caridad, y tiene su origen en Dios. Además, «sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rm 8,28).

La vida sigue su camino. Llegarán golpes y reveses. Habrá heridas. Con esperanza, con paciencia, con humildad, con la mirada puesta en Dios, y con la ayuda en tantos corazones buenos, seremos capaces de superar la prueba y avanzar serenamente hacia la meta definitiva: el encuentro con el Padre que nos ama.

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