Por Felipe de J. Monroy

Bien se dice que la historia no es sólo el devenir de acontecimientos sino el espacio para comprender la verdad compartiendo la realidad. Y entre los hechos más incontrovertibles de nuestra época está el cambio de paradigma generacional.

Las generaciones nacidas después de la gran revolución digital asisten a los acontecimientos de la realidad con otra mirada y con otras herramientas; conviven y comparten este tramo de la civilización junto a otras generaciones cuyo contexto de aprendizaje y de conveniencias sociales es diferente en la forma pero no el fondo donde yace la naturaleza humana más rica y fecunda.

A veces pareciera que la etiqueta «milenial» representa un nuevo código genético con el que la juventud se conecta al mundo y a su realidad. Revestidos de nuevos lenguajes, comunicaciones, tecnologías, anhelos, búsquedas y sentimientos, los jóvenes del siglo XXI parecen no tener nada en común con quienes fueron jóvenes en el siglo XX. Pero quizá no haya tanta distancia como la publicidad y los gurúes de la sociedad tecnificada quieren hacer creer. Todas las generaciones —con las limitaciones propias de su historia y tiempo—, comparten al menos el ímpetu por conseguir un mundo más justo y sostenible del que los mayores les están dejando, donde su voz y su pensar se traduzcan en realidades trascendentales, en alegría, motivación y —si se permite el oxímoron— en ruptura constructiva.

Hace apenas un lustro, el acercamiento hacia la generación milenial se estudiaba desde las generaciones precedentes: ¿Cómo entenderlos? ¿Cómo dialogar con ellos? ¿Cómo hacerlos partícipes de las búsquedas de sus padres y abuelos? ¿Cómo adaptarnos al mundo que la nueva generación impone? El educador español José María Bautista, por ejemplo, exponía a maestros y padres de familia que al joven de la generación milenial se le tenía que hablar en menos de tres minutos, que no se les expusieran los conceptos sino que les animara a investigarlos, que se les debía atender con mente abierta y alerta, que no había que dejarlos sentarse ni aislarse, que plantearan la realidad como un hipertexto, multidimensional, correlacional, interconectada.

Es decir: la tradicional preocupación de adaptación para lograr conectar —sin prisa pero sin pausas— con la generación que habrá de remplazarles.

Sin embargo, la imperante realidad nos indica que los mileniales son ya la mitad de la población económicamente activa en México (aunque con varios problemas en el escenario) y que el remplazo demográfico, cultural y económico de la generación precedente es más veloz de lo que imaginábamos: los procesos educativos intergeneracionales deben ser inmediatos.

La Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo en México 2017 apunta que los mileniales en el país suman 37.65 millones de habitantes, pero que la generación zeta les rebasa en un millón de personas. Esto es, la mirada que compara la generación milenial con «los jóvenes» podría no ser tan acertada en estos momentos. Los mileniales son ya jóvenes adultos que tienen en sus manos la posibilidad de consolidar los cambios esperados para su generación y las que les sucedan; pero, también, deben lidiar con no pocos conflictos que su generación les exige.

En la misma Encuesta se evidencia que la generación milenial tiene un mayor umbral educativo que el de sus padres, que su natural búsqueda de satisfactores les ha orillado a abandonar pueblos o ciudades pequeñas, que más de la mitad de ellos vive en pareja (pero sólo el 30% bajo la figura matrimonial tradicional); esto les motiva a incorporarse al mercado laboral y aunque representan ya la mitad de la población económicamente activa, todo parece indicar que no alcanzarán más que eso: la generación x sigue laborando aún en edades muy tardías y la generación z se integra en el mercado a muy corta edad. El desempleo en la generación milenial es fermento de varios conflictos sociales.

Una generación con la mirada puesta en todos los horizontes posibles gracias a la tecnología, con los anhelos de todos los satisfactores que se muestran en las redes sociales y los contenidos de internet, puede perder la paciencia rápidamente si no encuentra salida real a sus demandas. La indignación de esta generación no viene por el miedo a la extinción (como lo pensaron las generaciones de la postguerra y la guerra fría) o por el vacío e intrascendencia (como en la generación x) sino por la abrumadora realidad que no todo puede ser para todos a pesar de que políticamente parezca esa la única opción. Para esta generación la respuesta ya no la esperan de la autoridad o de las instituciones, sino de las redes de acción, de la comunidad sementada (ni siquiera la colectividad). Y, aunque a las generaciones precedentes les parezca que esta generación se aleja de lo que ¡ay! con tanto esfuerzo hubieron ellos construido, hay que recordarles lo que apuntó el filósofo Emmanuel Mounier:

« Los hombres no se distinguirán por la postura que tomen ante el tema de Dios, sino por la que tomen ante los condenados de la tierra».

Por estas y muchas otras razones que seguramente no alcanzamos a ver aún, es que la mirada hacia el futuro puede estar llena de esperanza, porque las riquezas de la civilización pre-digital y las expectativas de la generación post-digital poseen valores de humanidad. Porque el presente —en constante construcción— requiere de hombres y mujeres que se conduzcan siempre en crecimiento de su persona y del espacio que habitan. A pesar de la tecnificación de la vida y de la aparente despersonalización de las relaciones, la persona humana siempre será el medio, sujeto y fin de toda la cultura, de toda actividad humana y dinámica social. Es muy positiva —y ecuánime— esta definición que los obispos de México dieron al ser humano en su particular tiempo y su circunstancia: «El hombre es un ser complejo de eminente dignidad; espíritu encarnado que con inteligencia y libertad participa en la construcción del mundo. Que por su individualidad es idéntico a sí mismo y diferente a los demás; por su sociabilidad se encuentra vinculado esencialmente a la comunidad, al cosmos y, por supuesto, a Dios. Su bien personal y el bien de la comunidad [aunque sea digital] son sus objetivos. Recibe influencias exteriores e interiores que lo condicionan, pero no lo determinan. Posee derechos que emanan de su propia naturaleza, que siempre se le deben respetar» (cfr. 101, Conmemorar nuestra historia… CEM. 2010)

Quizá el milenial haya impreso un cambio de paradigma en el lenguaje, el sentimiento y en la comprensión de la realidad pero no en la naturaleza humana: la utopía, la cooperación y la empatía siguen impresos en el alma humana; pero la utopía se ha hecho multidimensional, la cooperación, inasible, y la empatía, global. Como se ve, el horizonte de la generación milenial se ha ensanchado, que se extiendan también las miradas y los brazos.

TEMA DE LA SEMANA: LOS JÓVENES Y EL SÍNODO QUE VIENE

 

Publicado en la edición impresa de El Observador del 12 de agosto de 2018 No.1205

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