Por Jaime Septién
A fines de agosto de 1810, Ignacio Allende escribió una carta a Miguel Hidalgo advirtiéndole que hiciera de la política y no de la revolución la «justificación» del levantamiento que se precipitaría (fue descubierta la conjura), el 16 de septiembre.
El consejo de Allende a Hidalgo vino del real alférez de Querétaro, don Pedro Antonio Septién. Allende le contaba a Hidalgo que, si el movimiento se anunciaba como «francamente revolucionario, no sería secundado por la masa general del pueblo». En cambio, aconsejaba Septién, había que hacer el levantamiento (si era inevitable) bajo la justificación de «favorecer al Rey Fernando» (se trata de Fernando VII de España, quien, en ese momento, estaba preso por el régimen impuesto en España por Napoleón Bonaparte).
Casi todos los historiadores dan por un hecho que «El Grito» de Hidalgo incluyó un «¡Viva Fernando VII!». A la luz de la carta de Allende, es seguro que lo dijo. La razón era muy sencilla y tanto el real alférez como el capitán Allende, junto con los conspiradores de Querétaro, sabían que la peor amenaza para los indígenas y la gente del pueblo novohispano era que les quitaran la religión católica.
Napoleón y su hermano José (el tristemente célebre «Pepe Botella») representaban una amenaza muy grave al catolicismo en América, si decidían hacerse con estos reinos. Ya tenían en un puño a España. Lo que seguía era Nueva España, el virreinato más grande y próspero, mal gobernado por los peninculares, «aliados» de Napolén… Las vivas a Fernando significaban vivas al catolicismo frente al racionalismo ilustrado francés, identificado con el odio a la Iglesia.
Que los historiadores oficiales hayan metido su cuchara, no es de extrañar. Independencia, patria y catolicismo se conjugaron en 1810 para hacer nacer a México. Y eso no les gustaba nada.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 16 de septiembre de 2018 No.1210