Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

La Iglesia de Jesucristo es un «misterio», es decir, algo que viene de muy lejos y que procede de Dios. En la Sagrada Escritura la Iglesia de Jesucristo recibe muchos nombres para describir su riqueza. Porque viene de Dios se le llama «Reino de Dios»: somos sus ciudadanos. Por tener a Cristo por cabeza se le llama Cuerpo místico de Cristo: somos sus miembros. Por recibir de Cristo su vitalidad y unidad se le llama Viña del Señor: somos sus sarmientos.

Por tener como alma al Espíritu Santo se le llama Morada del Espíritu: somos sus templos vivos. Por congregar a los elegidos de Dios la conocemos como Casa o Familia de Dios: somos sus hijos. Porque congrega en esta tierra a los creyentes en Cristo se le llama Pueblo de Dios: somos peregrinos.

Estos nombres, y otros muchos, expresan la gran riqueza del «misterio» de Nuestra Santa Madre la Iglesia Católica.

Después del Concilio se hizo más conocido el nombre de «Pueblo de Dios»: «Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en la verdad y le sirviera santamente» (LG 9). Veamos:

Primero: Que Dios es el que tiene la iniciativa de salvar y santificar a todos los hombres. La iniciativa es siempre de Dios, no del hombre, porque nadie puede salvarse a sí mismo. No puede haber salvación sin un llamado misterioso y misericordioso de Dios, la gracia divina.

Segundo: Que Dios no nos va a salvar aisladamente, de uno en uno, sino constituyendo un pueblo, y este pueblo es la iglesia. La palabra iglesia significa reunión, congregación, comunión. La puerta de entrada a este «pueblo» es la fe en Jesucristo, que se recibe en el Bautismo. Allí nacemos para Dios. Estamos, por la fe en Cristo, «conectados unos con otros»: Somos familia, somos fraternidad, somos comunidad. Somos el Pueblo de Dios.

Tercero: Dios ama a todos con el mismo amor. Cada uno recibe su nombre ante Dios, tiene su individualidad, pero siempre dentro de una comunidad. En familia. Tenemos el mismo Padre, la misma Madre, comemos el mismo Pan y nos une el mismo Amor. Lo que nos divide y enfrenta es el pecado, el egoísmo y el individualismo soberbio, obra del Diablo actuando en el mundo.

Cuarto: La salvación consiste en volver al paraíso, donde fuimos creados. No al terrenal sino al celestial. Nuestra vocación última es estar con Dios. Por Él y para Él fuimos creados. Esta es la «verdad» que debemos confesar y profesar. Hechura de sus manos, gratuitamente, a Él debemos reconocer como nuestro Dios y Creador y «servirlo santamente», porque «servir a Dios es reinar». Cristiano es el hombre y la mujer que reconocen y viven su dignidad de hijos de Dios.

Quinto: Todo esto, dice san Pablo, «lo proyectó Dios desde antes de crear el mundo», para que fuéramos santos y gratos en su presencia. Este proyecto de Dios se llama «Historia de nuestra salvación». El comienzo fue con la creación, la preparación con el Pueblo de Israel, su realización plena culminó con Jesucristo, su continuación en el tiempo es mediante la Iglesia y tendrá su final cuando Cristo venga por nosotros, entregue su Reino al Padre, y estemos todos con el Señor.

Esto es la Iglesia de Jesucristo a la cual, sin mérito nuestro, pertenecemos. Como Pueblo de Dios somos peregrinos y migrantes que vamos caminando hacia la patria «entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (S. Agustin).

Publicado en la edición impresa de El Observador del 18 de noviembre de 2018 No.1219

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