Por Mario De Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Los paganos preguntaban a los cristianos por qué Jesucristo había tardado tanto en venir y cuál habría sido la suerte de sus antepasados. Este mismo desafío enfrentan los misioneros que evangelizan pueblos y culturas profundamente religiosas.
El planteamiento es a la vez simple y complicadísimo: Si Jesucristo es el Salvador del mundo, y sin él no hay salvación; y si esta salvación la ofrece la Iglesia, ¿qué ha pasado con muchísima gente religiosa y buena que existió antes de Jesucristo y de su Iglesia?
Para responder correctamente oigamos al Concilio que, citando a san Pedro, enseña: «En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia» (LG 9). ¿Querrá esto decir que puede haber salvación sin Jesucristo y, más aún, sin su santa Iglesia? Por supuesto que no. ¿Desde cuándo, pues, existe como salvador Jesucristo, y su Iglesia como medio e instrumento de salvación? Aquí la respuesta nos la da san Pablo: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que desde lo alto del cielo nos ha bendecido en Cristo… Él nos eligió en la persona de Cristo antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados ante Él, movido por su amor» (Ef. 1,3-4). Oigamos atentos: Todo tuvo su inicio en el corazón amoroso de Dios Padre, desde antes de la creación del mundo. Desde entonces, desde toda la eternidad, Dios pensó en su iglesia, es decir, en nosotros, y, para bendecirnos, nos envió a su Hijo Jesucristo. Tanto Jesucristo, como su Iglesia, han estado presentes en la soberana presencia de Dios desde toda la eternidad, pensando precisamente en nuestra salvación. A nadie, pues, le ha faltado la oferta de salvación, la gracia divina.
¿Cómo sabemos esto? Es precisamente lo que Dios nos ha revelado y manifestado por medio de la santa Escritura, su Palabra, de la santa Iglesia y de Jesucristo, nuestro Salvador. Este proceso histórico lo llamó san Pablo «el misterio» que Dios nos reveló en Jesucristo, oculto, no ausente, desde la eternidad. Jesucristo nunca estuvo, ni está ni estará ausente del universo, pues por Él y para Él fueron creadas todas las cosas. Es el «Rey del universo». Y la Iglesia, que es su Cuerpo, comenzó a existir junto con Él y a estar con nosotros «desde el Justo Abel». La salvación comenzó a manifestarse en Abel, el justo, asesinado por su hermano Caín. Desde entonces actúa la salvación de Dios en quienes fueron los santos del Antiguo Testamento: Los justos de antes del diluvio como Set, Enoc y Noé, o después, como los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, los profetas y los justos antes de Jesucristo, cuya lista tenemos en la carta a los Hebreos.
La plenitud de la salvación apareció con el Sí de María, la hija de Israel, convertida en la Madre de nuestro Dios y Salvador, Jesucristo, quien fundó su Iglesia como un nuevo Pueblo de Dios, al que hoy con hermosos nombres llamamos: Iglesia católica, Esposa y Cuerpo místico de Cristo, Templo vivo del Espíritu Santo, Familia de Dios, Reino de Dios, Viña del Señor.
Como hijos agradecidos le decimos Nuestra Santa Madre la Iglesia de Jesucristo: pensada por Dios desde la eternidad; preparada en el Pueblo de Israel; manifestada en Jesucristo; anunciada mediante la Iglesia, y consumada en la Gloria.
Esta Iglesia de Jesucristo, que peregrina en este mundo para abrazarnos a nosotros, miserables pecadores, tiene su origen divino en el seno de la Trinidad y su destino glorioso en las Bodas del Cordero en la Jerusalén celestial.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 25 de noviembre de 2018 No.1220