Por P. Fernando Pascual
Hora de levantarse. Dedicamos unos momentos para el aseo personal, ordenar ropa y limpiar la habitación. Son gestos sencillos, sin relevancia aparente, que forman parte de lo ordinario.
Luego, el día queda tejido por otros momentos que no brillan. Salir de casa, tomar el autobús o el metro, entrar en el taller o la oficina, las largas horas del trabajo de siempre.
Lo ordinario parece intranscendente. No brilla como un paseo especial, o como las vacaciones, o como una visita a un museo nuevo, o como una cita largamente deseada con un médico especialista.
Sin embargo, la mayor parte de nuestra vida transcurre en esos momentos ordinarios, en los que muchas veces ponemos poco entusiasmo porque los percibimos como hechos sin importancia.
Uno de los secretos para aprovechar a fondo la existencia que recibimos de Dios como un don maravilloso consiste en descubrir y aprovechar intensamente todo lo que pertenece a lo ordinario.
Más de uno ha dicho que la santidad consiste en vivir extraordinariamente lo que es ordinario. Lo cual significa regar con cariño y esperanza cada instante de nuestras labores cotidianas.
El amor a Dios permite vivir con intensidad cada momento, hasta rescatarlo de las tinieblas del despiste o la rutina, para darle el brillo de lo que hacemos con alegría.
Aplicamos así el consejo del mismo Cristo: no angustiarnos por el mañana, sino vivir el presente para buscar, ahí, el Reino de Dios y su justicia (cf. Mt 6,31-34).
Entonces lo ordinario se viste de una belleza entusiasmante. El corazón disfruta al planchar una camisa, al esperar a que el agua hierva para el arroz, y al quitar el polvo que se ha acumulado en la estantería de los libros…