Por Felipe Monroy
En los relatos de las guerras púnicas, Tito Livio expone el diferendo que los jueces de Cartago tuvieron con el estratega militar y jefe magistrado electo Aníbal, hace 2 mil 200 años. El historiador refiere que el general acusó públicamente a los jueces «cuya demasiada soberbia y riquezas eran tan desordenadas que, por causa de ellas, menospreciaban las mismas leyes».
Las palabras de Tito Livio son casi poéticas: «Luego consideró Aníbal que eran muy gratas en los oídos de todos estas palabras y que, con callados pensamientos y ánimos, favorecía todo el pueblo a esta acusación que era justa y verdadera. Y que los que eran en la República de la más baja condición, eran por extremo agraviados por la soberbia de estos jueces».
Con el respaldo popular, el general Aníbal promovió dos decisiones que afectaron a los jueces de la época. La primera, que los jueces no podían permanecer a perpetuidad en sus cargos como se estilaba; y, segundo, que las deudas se pagarían del control de la renta pública porque hasta el momento «las rentas públicas que [los jueces y aristócratas] consumían y destruían sin provecho ninguno, parte por la negligencia y parte por los robos y rapiñas, los aplicaban a sí mismos como si fueran bienes particulares».
«Pronunció en la congregación de todo el pueblo que, con los dineros que restaban y sin demandar nada de los particulares, la República era harto rica para pagar… Entonces, aquellos que habían sido sustentados muchos años con el robo de las rentas públicas, así como si les hubieran quitados sus propios bienes y no sacado de sus manos por fuerza el robo público, concibieron grave odio contra Aníbal y procuraban de provocar la indignación de los romanos contra él, y buscando causas de odio los instigaban a que le tuviesen por nuevo enemigo».
En este 2018, pleno siglo XXI, el diferendo que mantiene en tensión al presidente de la República con jueces, magistrados y ministros del poder judicial no es muy diferente del que tuvo Aníbal con el senado y los jueces cartagineses. Aníbal aprovechó su poderío y popularidad para evidenciar que la administración de la República no sólo era corrupta sino injusta; y sus decisiones en efecto lograron recaudar fondos para saldar las deudas del gobierno sin afectar a «los de más baja condición»; aunque sí afectó a muchos intereses.
En el fondo, lo que no podemos permitirnos en el México de la cuarta transformación sería olvidar la independencia y autonomía de los poderes de la federación. Es un principio republicano imperioso para la democracia y el bien general; y por ello debe explicarse con claridad para que se arraigue en la convicción popular.
Pero hay que reconocer que, por desgracia, el poder judicial en México representa a las instituciones más lejanas, desconocidas y opacas al conocimiento popular. No hay cómo defenderlas cuando se les conoce más por su «politización de la justicia» o la «judicialización de la política» que por el servicio institucional de la justicia; cuando la petición de transparencia del uso de recursos parece que no los alcanza de la misma manera que se exige al ejecutivo o al legislativo; cuando el nepotismo y el influyentismo han logrado construir imperios y linajes judiciales en las altas esferas del poder; cuando las interpretaciones de la ley ante las controversias que deben resolver parecen inclinarse más por intereses personales o ideológicos que por el bien máximo de la sociedad.
En conclusión, magistrados y ministros que defienden -con razón- la autonomía del poder judicial para evitar caer en absolutismo del poder presidencial, están obligados a lograr que el pueblo raso comprenda el valor de la justicia, la honestidad y hasta el sacrificio del servicio público que dan en bien de la nación.
Es un camino que exige señales muy claras de transformación profunda del poder judicial: sin corrupción, sin politización de la justicia, sin privilegios y sin falsas vanaglorias. De lo contrario nadie creerá los argumentos que no estén soportados en lo evidente.
Debieran pensar en un plan de austeridad, un programa permanente de transparencia, en acciones de eficiencia en el ejercicio de la justicia, controles de imparcialidad, controles para evitar el nepotismo, controles de confianza a jueces y magistrados, mantener distancia con los poderes legales y fácticos, sancionar la interpretación no humanista de las leyes, evitar ideologías tras lecturas de la ley.
La ley de remuneraciones la hizo Calderón en 2009 -pocos se quejaron porque la dejaron en simulación- pero sólo les anunciaron que la aplicarían y ardió Troya. Es un peligro que se diluyan las fronteras de la división de poderes federales; pero también debe el poder judicial expresar un mea culpa por los pésimos resultados, el oscuro manejo de la ley, los privilegios con los que operan y la simulación que venden como independencia.
Por supuesto, hay otro camino, los jueces de Cartago, por ejemplo, conspiraron con Roma contra Aníbal y lograron el autoexilio del general. Esto representó el principio del fin de Cartago como potencia en la región; se sometió a las condiciones, al desprecio y al hostigamiento del imperio romano. El relato de esta ilustre sociedad termina así: «La ciudad fue arrasada y su población exterminada, los pocos sobrevivientes fueron vendidos como esclavos».
Es un complejo escenario para el país, máxime porque la Suprema Corte de Justicia de la Nación debe incorporar a un nuevo ministro de la terna enviada por López Obrador y también debe elegir un nuevo presidente apenas iniciando enero. El diferendo de lectura política y legal entre el poder ejecutivo y el poder judicial en México no es cosa menor, hay muchos intereses en juego y grupos de poder que esperan que esta confrontación debilite a las instituciones y los poderes de la federación. Roma se frotó las manos al ver que Cartago perdía unidad, ¿quiénes estarán en la misma posición mientras miran a nuestro estado mexicano?
Publicado en la edición impresa de El Observador del 30 de diciembre de 2018 No.1225