La estrategia contra el robo de hidrocarburos en México ya cobró sus primeras víctimas. Casi cien personas han muerto por tratar de llenar con gasolina derramada (porque «alguien» picó el oleoducto) un bidón, una garrafa, los envases de refresco que estaban disponibles en el pueblo de Tlahuelilpan.
Esta catástrofe debe de tener responsables, pero sobre todo debe hacer que la administración del presidente López Obrador cambie de estrategia, rectifique los escenarios y las contingencias que pueden producirse en una lucha tan compleja como es la que emprendió nada más tomar posesión de su cargo.
Un asunto de años no se puede resolver en tres semanas. Los muertos de Tlahuelilpan eran gente de pueblo, gente azuzada por el desabasto de gasolina que vive el Estado de Hidalgo y buena parte de los estados del centro y occidente del país. Los testimonios de los familiares de las víctimas del «flamazo» son inquietantes: vieron la posibilidad de vender unos litros en el mercado informal; mandaron a sus hijos con lo que tenían para almacenar líquidos. Los tendrán que reconocer mediante exámenes de ADN…
El presidente ha sido enfático en que el pueblo es sabio, que el pueblo es bueno por naturaleza. Los sucesos del pasado 19 de enero no están como para seguir haciendo estas adjetivaciones, meramente ideológicas. Existe, nada más, un pueblo con todas sus mezclas de grises. Se le ha usado, eso sí, como arma para ganar votos.
La única manera de evitar que el pueblo se corrompa no es con discursos y buena voluntad; es con educación, moralidad y empleo. Ésa es la cruzada que debimos de haber emprendido hace décadas. Sin embargo, siempre es posible comenzar, evadiendo los tres males que narra el Papa Francisco: la acusación, la mundanidad
y el egoísmo.
El Observador de la Actualidad
Publicado en la edición impresa de El Observador del 27 de enero de 2019 No.1229