Por P. Fernando Pascual

Por nuestra mente pasan diversos proyectos. Algunos sobre cosas muy sencillas: poner orden en el armario y en el librero. Otros sobre asuntos más complejos: organizar modos concretos para ser más eficientes en el puesto de trabajo.

Algunos de esos proyectos no llegan a puerto. Quedan como ideas, buenos deseos, planes interesantes. ¿Por qué no los realizamos? Porque no nos convencen del todo, o porque tenemos miedo al fracaso, o porque se cruzan muchas otras ideas y deseos más fáciles de realizar.

Ayuda mucho detenernos un momento para ver qué ideas se convierten en realizaciones y qué ideas quedan aparcadas por días, meses o incluso años en el famoso cuaderno (o carpeta) de «asuntos pendientes».

Ya Aristóteles se había dado cuenta de que no basta con saber algo para llevarlo a cabo. Un médico que conoce muy bien su especialidad en ocasiones puede dejar de atender a los pacientes al preferir una vida más tranquila.

También reconocía que muchos deseos tampoco son llevados a la práctica. Nos gustaría, por ejemplo, comer en abundancia pero un buen consejo y un poco de prudencia frenan nuestro apetito y nos permiten reducir cantidad y mejorar la dieta.

En las realizaciones concretas se unen ideas y deseos. Si todo estaba bien pensado, si hay una voluntad sana, si lo que deseábamos era apto para ayudar a uno mismo y a otros, descubriremos los beneficios de esas realizaciones.

En cambio, si las ideas eran malas o equivocadas, o si sometimos nuestra mente a deseos egoístas, a pasiones orientadas al pecado, nuestras realizaciones provocarán daños, heridas, en uno mismo y en otros.

Con la ayuda de Dios y de buenos consejeros, y con una sana disciplina, seremos capaces de pensar mejor, de orientar nuestros deseos a lo bueno, y de poner en práctica acciones correctas.

Lo cual, en un mundo que promueve lo fácil y lo cómodo, es algo muy valioso porque contribuye a abrir espacios a mejoras concretas para el bien de todos.

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