Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

…corríamos felices, como si fuera fiesta, con nuestros bidones y cubetas, porque iba a haber gasolina gratis para todos

Sobreviviente de la tragedia de Tlahuelilpan

Se escribe esta columna cuando aún siguen insepultos los cadáveres de las casi cien personas fallecidas con motivo de la explosión de un ducto de hidrocarburos la tarde del 18 de enero del 2019, en la colonia de San Primitivo, del municipio de Tlahuelilpan, que este año cumple 50 de haberse creado y es uno de los 84 del Estado de Hidalgo. Un número casi igual a esa cifra está recibiendo atención médica y muchos quedarán con secuelas irreversibles de por vida.

Su parroquia se llama San Francisco de Asís y pertenece a la diócesis de Tula, cuyo obispo residencial es, desde el año 2006, don Juan Pedro Juárez Meléndez. Esta Iglesia particular forma parte de la Provincia Eclesiástica de Tulancigo y se creó en 1961.

La han gobernado cuatro obispos y todos viven. El primero de ellos, don José de Jesús Sahagún de la Parra; luego de él, don José Trinidad Medel Pérez; después, don Octavio Villegas Aguilar, y el actual, desde hace casi 13 años.

Según las estadísticas, del 96.6% de católicos que hace medio siglo confesaban serlo, hoy en día se reduce al 79.6% del vecindario de esa diócesis. En números redondos, su presbiterio, diocesano casi todo, cuenta con 80 presbíteros para la atención de un millón de católicos en 50 parroquias, una de las cuales es la de San Francisco de Tlahuelilpan, que hace pocos años padeció enfrentamientos internos luego de la remoción de uno de sus párrocos.

La Conferencia del Episcopado Mexicano, por conducto de su Presidente, don Rogelio Cabrera López, dirigió a los dolientes del drama, incluyendo al obispo, un comunicado de pesar y solidaridad y ofreció oraciones de sufragios por los difuntos.

Casi a la par de este mensaje y ante su prelado y miles de paisanos, peregrinos en la basílica del Tepeyac después de la tragedia, el presbítero José Marcelino Valdez Tovar, oriundo de Tlahuelilpan, hizo esta pregunta y lanzó una advertencia: «¿Cómo calmar el dolor de tanta gente? ¡Son necesarias sus oraciones! Pido no juzgar ni alegrarse por la desgracia ajena».

Nos queda claro que esa tragedia mayúscula va más allá de ser un acto de insensatez y de rapiña, que se explica tanto por la psicosis social que pesaba en las motivaciones que empujaron a los hoy muertos y lesionados a buscar remedio inmediato a un malestar que sufren muchísimos mexicanos en las últimas semanas.

«La gente del pueblo salió con cubetas porque llevaban ocho días de desabasto», me comentaba por escrito un perito en derecho constitucional, que añadió en su mensaje, lacónico y duro: «mucha gente idiota en la Ciudad de México piensa que la gasolina es un bien de lujo que se puede sustituir con ecobicis, y se olvida que donde más se necesita es en el medio rural». Es cierto.

Y como los comentarios injuriosos y ofensivos en redes sociales son moneda corriente, y este caso no tenía por qué ser la excepción a pesar de su trágica magnitud, conservé el epíteto de un mensaje personal considerando que a los bautizados no nos toca juzgar sino gozar con los que gozan y llorar con los que lloran (Rm 12,15).

Aprovechemos este particular para asumir nuestra responsabilidad en el adelgazamiento cada día mayor de la delgada capa de la educación y de la calidad de vida en un país de abrumadora mayoría católica, en el que la corrupción ha sentado sus reales mientras los bautizados no nos conduzcamos como tales.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 27 de enero de 2019 No.1229

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