Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.

Si no peleas para acabar con la corrupción y la podredumbre, acabarás formando parte de ella. Joan Baez

Beatriz Rodríguez Renfigo, una colombiana a quien su madre dedicó a la prostitución a la edad de 14 años, en castigo por haber perdido la virginidad en una aventura de adolescencia, invirtió 20 años de su vida en esa actividad, hasta que tuvo el coraje de romper con eso y dedicarse, al lado de 20 compañeras de desgracia, a subsistir con un verdadero trabajo.

Ahora no sólo recuerda con lágrimas el horror que pasó sino que dedica parte de su tiempo libre a erradicar en su patria la prostitución. Si escalda saber que hubiera sido su progenitora la de la iniciativa de corromperla, conmueve enterarnos que hoy esa persona, ya anciana, depende totalmente de su hija, que la atiende y respeta.

Para Beatriz, madre a los 16 años, que volvió a serlo a los 20 y tuvo a la última de sus hijas a los 24, todos de padres desconocidos, la prostitución no es un trabajo sino «una tortura permanente… una tortura consentida por dinero», circunstancia, añade, que mitiga la responsabilidad del varón, no la de la mujer.

Quien esto escribe nunca había reparado en que si bien la legislación penal en el mundo sanciona de forma drástica la violación sexual, si eso le pasa a una prostituta «diez, quince, hasta veinte veces al día», nunca habrá consecuencias para el agresor. Y añade que la prostitución no es un trabajo sino «es un delito contra la humanidad», y así lo combate.

Una prostituta que se precie de serlo tiene que amputar casi todas las emociones de su humanidad o endurecerlas en grado superlativo si no quiere arrastrar un sufrimiento insoportable.

Jesucristo ejerció una cercanía pastoral con las prostitutas de su tiempo dignificando su sufrimiento con el perdón y hasta sirviéndose de él para convertirlo en una saeta de fuego que lanzó a los hipócritas que en su tiempo se hacían pasar por buenos, los fariseos, y también al machismo ayer y hoy: «…las prostitutas se dirigen, en lugar de ustedes, al reino de Dios» (Mt 21,31).

Hace unos días, Michael Cohen, cómplice de tropelías del hoy presidente de los Estados Unidos Donald Trump, modelo machista de nuestro tiempo, si lo hay, reveló al Congreso de su país la conducta de quien calificó de «racista, estafador y tramposo», diciendo, entre otras lindezas, cómo a nombre de su «cliente» realizó cientos de acciones viles, entre ellas silenciar a prostitutas con las se habría enredado.

Si la Iglesia quiere retornar a sus raíces evangélicas, tiene ante sí el camino que inauguró el Señor, tendiendo la mano a quienes más sufren la peste cultural del machismo, las mujeres, arrancando de su organización interna poses que privilegian al varón sobre la mujer y excluyen a esta, sólo por serlo, de participar en la toma de decisiones en su seno, como lo denunció con todas sus letras, hace unos meses, en el marco del Sínodo de los Obispos en Roma, fray Manuel Ochogavía Barahona, O.S.A., obispo de Colón-Kuna Yala, en Panamá, que, enfático, dijo a sus pares que quienes más provocan la lejanía que la mujer tiene en la toma de decisiones en las diócesis del mundo son los clérigos, sea por «el clericalismo o por formación cultural».

Hablando de su experiencia, recalcó: «en América Latina ser mujer, joven y negra es aún más complicado» si de tener acceso a «espacios de toma de decisión» se trata.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 10 de marzo de 2019 No.1235

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