Por P. Fernando Pascual

Es hermoso constatar, como enseña la Carta a los Hebreos, que Cristo nos llama y nos trata como hermanos, nos une a Sí por lazos de amor tan profundos como los propios de una familia (cf. Hb 2,9-18).

Todo ello fue debido al Amor. Un Amor dispuesto al sacrificio y la entrega total. Un Amor que da la vida. Un Amor que rescata al esclavo, que perdona al pecador, que vence a la muerte.

Por eso, el Nuevo Testamento usa continuamente las palabras «hermano» y «hermanos» cuando habla de quienes compartimos la misma fe, hemos recibido el mismo bautismo, y comemos del mismo Pan de vida.

Si somos hermanos, es que tenemos un mismo Padre. Por eso, también Jesús nos enseñó a llamarle así: «Padre nuestro». La idea ya estaba presente en el Antiguo Testamento: «¿No tenemos todos nosotros un mismo Padre? ¿No nos ha creado el mismo Dios?» (Ml 2,10).

Tras la venida de Cristo al mundo, la paternidad de Dios brilla de un modo especial, sea en las enseñanzas de Jesús, sea en la conciencia de los Apóstoles y primeros discípulos.

De ahí que sea necesario cantar y alabar al Padre con himnos y acciones de gracias. «Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo. Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1,2‑3).

Somos hermanos, por lo tanto, por tener a Dios como Padre. Es el Padre del Hijo y es el Padre de nosotros, que somos Cuerpo de Cristo, Pueblo de Dios, Iglesia santificada por la Sangre del Cordero.

Por eso estamos llamados al amor mutuo, a la entrega generosa hacia los que participamos del mismo Cuerpo y Sangre de Cristo. «En conclusión, tened todos unos mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos y humildes» (1P 3,8).

Lo único que nos debemos es el amor, un amor sin límites, un amor que perdona, que soporta, que excusa, que da la vida (cf. 1Cor 13). Porque así nos amó el Hermano de todos, el Hijo del Padre e Hijo de María, el que nos ha permitido llegar a ser hermanos gracias al bautismo recibido en su Iglesia.

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