Por P. Fernando Pascual

Cada existencia humana inicia desde una concepción frágil, casi invisible. El recién concebido aparece en el seno materno como un proyecto abierto a mil posibilidades y también amenazado por cientos de peligros.

En ocasiones, a los pocos días o semanas, un hijo muere en el seno materno, sea como embrión, sea como feto. Su existencia puede haber pasado desapercibida, o quizá sus padres supieron que había iniciado un embarazo que terminó en un aborto espontáneo (o, por desgracia, también provocado).

En otras ocasiones, el hijo llega al momento de parto. La madre, el padre, y quienes están cerca de ellos, sienten normalmente una enorme alegría, al mismo tiempo que perciben sus responsabilidades para acompañar esa vida recién nacida.

En el pasado, y todavía en muchos lugares también en el presente, muchos hijos mueren durante los primeros años. Sus existencias fueron breves, con pocos cumpleaños y, en tantas ocasiones, sin haber llegado a desarrollar la conciencia de sí mismos.

Otros viven más años. Pero a unos antes, y a otros después, les llega el momento de la muerte. Además, hay casos de existencias dañadas por enfermedades graves, o por condiciones sociales difíciles, en las que pueden conjugarse carencias materiales y, tristemente, también carencias afectivas.

Entre los que llegan a la edad adulta, algunos consiguen una existencia más o menos realizada. Encuentran un trabajo y un puesto en la sociedad. Son apreciados por familiares y amigos. Dejan un pequeño espacio en la historia.

Otros tienen trayectorias más difíciles. Por enfermedades físicas o psíquicas, llegan a situaciones de soledad, de abandono, incluso de marginación. No faltan quienes, por motivos diversos, cometen delitos más o menos graves que dañan a otros y que les llevan a la cárcel.

En la amplia gama de posibilidades, hay quienes alcanzan cierta fama. ¿Merecida o engañosa? No es fácil responder. Porque a veces ocupan un lugar eminente en la historia «personajes» que han provocado enormes daños, mientras que tienen un espacio muy reducido en los libros y en las listas de «famosos» hombres o mujeres que hicieron el bien a otros.

Asomarnos a tantas posibilidades nos permite intuir que la distinción entre vidas breves y vidas largas se une a otra distinción, entre vidas más conocidas o vidas completamente desconocidas. Entre las conocidas, algunas son dignas de aplausos y otras provocan condenas merecidas.

Surge la pregunta: ¿vale más la vida de quien logra éxitos y reconocimientos, y vale menos la vida de quien muere antes del parto o antes de cumplir 3 años? ¿Es correcto establecer parámetros de calidad, como si hubiera vidas que no han merecido la pena, y otras que tenían un valor superior?

Las respuestas pueden dependen de muchos parámetros. Pero hay algo innegable en cada existencia humana: la relación intrínseca con quienes la originaron y, más en profundidad, con Dios que es la fuente de toda vida.

Por eso, a los ojos de Dios, una vida breve no vale menos que una vida larga. Cada hijo vale por sí mismo, simplemente. Luego, unos adquieren con los años matices que los convierten en personas buenas o malas. Pero ningún ser humano es desconocido ante los ojos de Dios.

Lo que más nos caracteriza como humanos radica, por lo tanto, en esa relación con el Creador. Solo en la vida futura comprenderemos el sentido y valor de vidas breves, y la importancia y responsabilidad de las decisiones tomadas en quienes han tenido vidas más largas…

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