Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.
«La Iglesia que es mujer, es esposa, es madre. Un estilo. Sin este estilo hablaríamos del pueblo de Dios, pero como una organización, quizás sindical, pero no como una familia nacida de la Madre Iglesia». Papa Francisco
Ante los 190 delegados de las Conferencias Episcopales del mundo y de los dicasterios romanos e institutos de vida consagrada, el Arzobispo de Malta, Charles Jude Scicluna, ofreció como recurso para desmantelar los casos individuales de abuso sexual de menores por parte de miembros del clero, un diagnóstico de las causas que han generado esta crisis en el interior de la Iglesia.
Para ello, retomó un pasaje de la Carta Pastoral al pueblo de Irlanda de Benedicto XVI (2010) donde enlista «procedimientos inadecuados para determinar la idoneidad de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa; insuficiente formación humana, moral, intelectual y espiritual en los seminarios y noviciados; una tendencia en la sociedad a favorecer al clero y otras figuras de autoridad y una preocupación fuera de lugar por el buen nombre de la Iglesia y por evitar escándalos, cuyo resultado fue la falta de aplicación de las penas canónicas en vigor y la falta de tutela de la dignidad de cada persona».
Scicluna encareció a sus pares que cuando un eclesiástico es acusado por abuso a menores de edad se le debe denunciar respetando los protocolos establecidos y las leyes civiles o nacionales.
En el foro salieron a lucir dos escolios: celibato y matrimonio, homosexualidad y pederastia, aclarándose que no estaban interconectados, a diferencia del tema propuesto en la asamblea, la atención respetuosa, la celeridad y el crédito que merecen las víctimas.
En ese marco, el 10 de abril siguiente, el Papa emérito Benedicto XVI, haciendo una excepción a su discretísimo régimen de vida, echó un cuarto a espadas en un agudo análisis intitulado «La Iglesia y el escándalo del abuso sexual», donde reúne, dice, «algunas notas con las que quiero ayudar en esta hora difícil» la credibilidad de la Iglesia, y en las que propone tres vías:
▶ Volver a Dios como base de la vida humana, toda vez que «una sociedad sin Dios –una sociedad que no lo conoce y que lo trata como no existente– es una sociedad que pierde su medida». Y aclara que «la muerte de Dios en una sociedad también significa el fin de la libertad porque lo que muere es el propósito que proporciona orientación, dado que desaparece la brújula que nos dirige en la dirección correcta que nos enseña a distinguir el bien del mal».
▶ Proteger la celebración de la Misa, insistiendo en el valor intrínseco de la participación en la del domingo, para que un número cada vez mayor de fieles valoren la grandeza del don de la Presencia real de Jesucristo en ese sacramento sin reducirlo a un mero gesto ceremonial donde incluso «se recibe el Santísimo Sacramento en la comunión como algo rutinario […] o puramente ceremonial».
▶ Recobrar el sentido del misterio de la Iglesia, en lugar de reducirla a ser un aparato político y no un lugar donde están todos los medios para la salvación. «El hoy de la Iglesia es más que nunca una Iglesia de mártires y por ello un testimonio del Dios viviente», asevera, en la que encontramos «testigos en todos lados, especialmente entre la gente ordinaria» y hasta «en los altos rangos de la Iglesia, que se alzan por Dios con sus vidas y su sufrimiento».
Las sugerencias ahí están y no pueden ser más claras y oportunas. El documento también, y en su contenido, las inquietudes de Benedicto XVI ayer y hoy.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 21 de abril de 2019 No.1241