San Juan Pablo II ya había decidido crear la Academia Pontificia de la Vida con Lejeune como su presidente cuando, a finales de 1993, éste fue diagnosticado con un avanzado cáncer de pulmón.

El científico aceptó la realidad con sumisión ante la voluntad de Dios. Hasta el final se estuvo esforzando en redactar los estatutos de la Academia.

El Miércoles Santo, 30 de marzo de 1994, con una fiebre de más de 40 grados, fue hospitalizado. El Viernes Santo sus hijos le preguntaron si quería legar a sus pequeños enfermos, y respondió: «No tengo gran cosa, ya lo saben. Pero les he dado mi vida. Y mi vida era todo lo que tenía». Y añadió: «Hijos míos, si puedo dejarles un mensaje, éste es el más importante de todos: estamos en manos de Dios. Yo mismo lo he comprobado varias veces».

El Sábado Santo transcurrió sin altibajos, y en la noche, para evitar penas a sus familiares, les pidió que lo dejaran dormir solo. Durante la madrugada sufrió la agonía. Uno de sus colegas lo acompañaba y dijo que iba a llamar a su esposa; pero Lejeune le suplicó que no lo hiciera, y hacia las siete de la mañana expiró.

Juan Pablo II escribió al día siguiente: «Hoy hemos sabido de la muerte de un gran cristiano del siglo XX, de un hombre para quien la defensa de la vida se convirtió en un apostolado. Es evidente que, en la situación actual del mundo, esa forma de apostolado de los laicos es especialmente necesaria».

Durante la Jornada Mundial de la Juventud de 1997 en Francia, a pesar de algunas oposiciones, Juan Pablo II fue a orar sobre la tumba de Jérôme, en el pueblecito de Cahlô-Saint-Mars. Con ese gesto desbarató el itinerario inicial.

TEMA DE LA SEMANA: EL CIENTÍFICO QUE PERDIÓ EL NÓBEL POR RECHAZAR EL ABORTO

Publicado en la edición impresa de El Observador del 31 de marzo de 2019 No.1238

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