Por Antonio Maza Pereda

En días recientes, desde una de las más altas instancias del país, se habló del tema de las leyes injustas.

Un tema por demás polémico y que debería quedar muy claro en una democracia como en la que algunos todavía creemos.

De entrada, hay que reconocer que hay leyes injustas. Es casi imposible evitarlo. Si las leyes son hechas por humanos, siempre habrá margen de error. Además, lo que fue justo en una época, posiblemente no lo sea en otras circunstancias.

Lo que es justo para una mayoría podría ser injusto para una minoría. O al revés. A un buen jurista, por cierto no religioso, le oí decir que algunos quieren hacer leyes divinas, que siempre se apliquen y que no tengan errores ni posibilidades de que no se apliquen. No existe tal cosa.

Por estas razones se reconoce el derecho de protesta, de resistencia pacífica y, en el extremo, de rebelión contra las leyes injustas. En una democracia, en un estado de Derecho, hay normas que prevén los medios para pedir cambios o derogación en las leyes, sin llegar a otros extremos.

El tema es el medio para cambiarlas. No es función del Ejecutivo definir cuándo una ley no debe aplicarse. A nivel personal puede opinar si es justa o no, puede proponer mejoras, pero no puede, no debe, ordenar que no se cumpla. El poder Judicial sí puede definir si una ley entra en conflicto con otros ordenamientos o si se le aplica de un modo indebido. El Legislativo debe asegurarse de que no haya leyes injustas y aprobar los cambios que se presenten para restablecer la justicia de éstas.

En este país hemos tenido muchas leyes injustas. Leyes que vulneran la propiedad privada, el derecho de los padres a educar a sus hijos, el derecho a la libertad religiosa. El catálogo es interminable. Algunas se han corregido, otras no. En la Colonia tenían un método para tratar con las leyes que la Corona enviaba, pero que en las condiciones de las colonias no eran aplicables. Esas leyes se promulgaban con el aviso: «Acátese, pero no se cumpla». Esto, para bien o para mal, sigue ocurriendo. Se emiten leyes que, por diversas razones, no se pueden o no se quieren cumplir. Y hacemos como que se cumplen. Eso es parte de nuestros usos y costumbres.

La solución no es ordenar a los funcionarios incumplir la ley. No es mediante bandos, decretos o memoranda que se corrigen las leyes injustas. Claro, un gobierno sujeto a la presión de grupos incontrolables caerá en la tentación de ceder a la urgencia y no seguir el debido proceso legislativo. Mala cosa. La prisa, el mayoriteo y el salirse de la ley, solo generará nuevas injusticias. Como, en el caso concreto, la prisa por evitar la presión de la CENTE generará nuevas injusticias, contra el derecho de las familias y de los propios niños a una educación de calidad, que impulse la economía
y el empleo.

Pero eso no es lo más grave. El mayor peligro es que nos acostumbremos a incumplir las leyes en aras de las prisas, el cumplimiento de las promesas de campaña, aplacar a los grupos de presión o para dar gusto a la opinión del Ejecutivo.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 19 de mayo de 2019 No.1245

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