Por Antonio Maza Pereda
«La belleza salvará al mundo» Fiodor Dostoyevsky
A días del incendio de la catedral de Notre Dame, vale la pena reflexionar sobre el papel de una época donde se creó una gran herencia para la humanidad, no solo para los franceses, y cómo esa belleza sigue dando frutos hoy en día.
Hubo en un momento una primera reacción en los medios, sobre todo en los digitales, recordando otros eventos de profanación de iglesias francesas y el incendio del templo de San Sulpicio en París. La investigación aún está en curso, pero se dice que no hay indicios de que el de Notre Dame haya sido un incendio intencional.
Ahora viene otra campaña mediática con el tema de que, aprovechando el incendio, pretende convertirse a esta catedral en un templo a la ecología, con el pretexto de que ya no refleja los sentimientos de los franceses.
La catedral fue construida entre los años 1163 al 1345. Renovada en varias ocasiones, profanada y abandonada durante la Revolución Francesa, es un ejemplo del estilo gótico medieval. Un tesoro de la humanidad, un ejemplo de un concepto de belleza que sigue resonando en los corazones de la población de nuestros días. Uno de los monumentos más visitados por turistas de todo el mundo, por razones culturales más que religiosas.
Algunas de las imágenes más impactantes del siniestro, fueron las de los franceses en las calles cercanas a la catedral, rezando por su amado templo.
Ello en un país donde, como en muchas partes de Europa, se cierran templos por falta de asistencia de los bautizados. Otro momento impresionante: la noticia del capellán de los bomberos arriesgando su vida para poner a salvo el sagrado sacramento del altar y algunas de las reliquias más representativas conservadas en el templo.
Porque el templo es mucho más que las piedras. Mucho más que una historia de incontable número de fieles a lo largo de siglos elevando su alma a Dios desde este lugar. Los templos católicos, a diferencia de los de otras religiones, tienen la presencia del Cuerpo de Cristo. Solo en el templo de Jerusalén hubo la presencia misma de Dios. No la hay en las mezquitas, en las sinagogas, en los templos budistas o en la mayoría de las demás confesiones cristianas.
El estilo gótico, en particular, con sus agujas, sus torres y sus arcos, representa a las oraciones que se elevan al cielo desde ese templo. Una estética que es catequesis y que contribuye a propiciar la piedad de los asistentes. El malogrado místico norteamericano, Thomas Merton, en su libro autobiográfico La montaña de los siete círculos, narra cómo su conversión al catolicismo se debió en buena parte a su contemplación de la estética de las grandes catedrales europeas.
¿Apreciamos a nuestras catedrales? ¿Apreciamos a nuestros templos? Siendo muy importantes, no son imprescindibles. En los primeros siglos de la Iglesia no había templos. En las persecuciones, la reunión de los fieles se hacía en las catacumbas, que eran cementerios. Y de ahí salió la conversión de Europa y del cercano oriente. Al final, lo importante es el pueblo fiel que se reúne a orar. De poco sirven los hermosos templos vacíos, para los efectos a los que fueron construidos. Aprendamos a apreciar esa belleza que según Dostoievski y el cardenal Ratzinger salvará al mundo. Esa belleza que, junto con la verdad y el bien, son los valores supremos de la humanidad.
Ojalá esta tragedia nos permita hacer aumentar nuestro aprecio por nuestros templos, sus catequesis en piedra, sus campanas que nos llaman: «Ven, ven…». El lugar desde donde elevamos nuestra alma a Dios como comunidad, el sitio de encuentro con otros bautizados. Nuestra casa común.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 5 de mayo de 2019 No.1243