Por Tomás de Híjar Ornelas

Es extraña la ligereza con que los malvados creen que todo les saldrá bien. (Victor Hugo)

Redacto esta columna el día en se cumplen 90 años de los «arreglos» entre el gobierno mexicano encabezado por Emilio Portes Gil, Presidente interino de México luego del asesinato del electo Álvaro Obregón,

y la Iglesia católica en México, representada en ese acto del 21 de junio de 1929 por el arzobispo de Morelia en funciones de Delegado apostólico en México, Leopoldo Ruiz y Flores, y el obispo de Tabasco y Secretario de la Delegación, Pascual Díaz Barreto, entrevista en la que éstos pactaron con aquél la reanudación del culto católico en los templos del país, interrumpido desde que entró en vigor la llamada Ley Calles, el 1° de agosto de 1926, a cambio de una débil declaratoria de la Presidencia en la que tan sólo se ratificaba la libertad de credo ya reconocida por la Constitución, pero no desaparecían las leyes vejatorias de la libertad religiosa, que estarán vigentes hasta 1992.

En los meses siguientes, agentes del gobierno o simpatizantes suyos cobijados bajo su sombra practicaron el deporte de cazar a los jefes de la Guerra Cristera que entregaron las armas. De esa forma cobarde fueron asesinados muchos de ellos; también se ocuparon en aplicar cárcel y multas a los infractores clérigos, religiosos o fieles laicos de los delitos injertados al Código Penal Federal en materia de culto y disciplina externa.

Tan negra página de nuestro pasado aún la esquiva la historiografía oficial, la que se imparte en las aulas públicas y privadas. Y así seguirá, a juzgar por la crasa omisión al tema hecha por el actual Presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, que el 4 de marzo de 2019, al cumplir tres meses en el cargo, pidió «perdón en nombre del Estado» a las víctimas de la Revolución Mexicana, abriendo los archivos de los servicios de inteligencia del país entre 1929 a 1985 –más de 10,000 cajas con documentos desclasificados por ello del sigilo en los Archivos Nacionales–, a los investigadores deseosos de esclarecer los excesos de los grupos gubernamentales coludidos con la Revolución Mexicana, brincándose el material de archivo de los años previos e inmediatos al 29, es decir, los de la Guerra Cristera, que comenzó a mediados de 1926.

Sus razones tendrá el Presidente AMLO para no incluir en esta petición de perdón a las víctimas de la página más negra del gobierno y del Ejército Mexicano, la de la persecución religiosa, que, dijimos, en su fase más ruin se ocupó en asesinar a los jefes cristeros que entregaron las armas luego del armisticio del 21 de junio.

Complemento a la empresa descatolizadora de la cultura mexicana fueron los cultos religiosos alentados por el Presidente Plutarco Elías Calles entre 1925 y 26, a saber, la Iglesia Católica Apostólica Mexicana, que encabezó el presbítero cismático José Joaquín Pérez Budar (1851-1931) y de la que son reliquias algunas modalidades del culto a la Santa Muerte; la Iglesia Fidencista Cristiana, integrada por los devotos del curandero José Fidencio Constantino Síntora (1898-1938) que después de su muerte constituyeron los médium (cajitas) de su espíritu, y el grupo religioso restauracionista Iglesia del Dios Vivo Columna y Apoyo de la Verdad «La Luz del Mundo», creado en 1926 por el jalisciense Eusebio Joaquín González (1898-1964), quien mutó su nombre de pila por el de Aarón y estableció la dinastía que ahora ejerce su nieto Naasón, procesado en una cárcel estatal de California, Estados Unidos, sin dejar el volante de un convoy todoterreno que según las cuentas de sus correligionarios tripulan cinco millones de adeptos en toda la faz de la tierra.

A casi un siglo de distancia, la Iglesia en México sigue en deuda con sus mártires.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 30 de junio de 2019 No.1251

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