Por Tomás de Híjar Ornelas
Un hombre es moralmente libre cuando en completa posesión de su humanidad, juzga el mundo, y juzga a otros hombres con una sinceridad contundente
George Santayana
En otro tiempo y circunstancias aplicarle al Obispo de Roma, desde la trinchera católica, el título que lleva esta columna, hubiera sido irreverente y hasta grosero.
Puede que ya no sea así, en un tiempo en el que Francisco, actual timonel de la nave de Pedro, ha querido, desde el inicio de su ministerio universal, deshacerse de un fardo que su encomiendo acumuló, tanto por el peso gravitacional de una historia bimilenaria como por circunstancias que pusieron a la Iglesia a la defensiva frente al mundo y al Papa como prisionero del Vaticano hasta antes de los Pactos de Letrán, hace 90 años.
Un signo de lo apenas dicho es el estupendo discurso que el 18 de mayo del año en curso 2019 dirigió el Papa a los miembros de la Asociación de Prensa Extranjera en Italia, a quienes recibió en audiencia en el Palacio Apostólico y en el que con energía y claridad les pidió engarzar los vínculos humildad y periodismo – verdad y justicia, espíritu, dijo, del principio de libertad de prensa.
Enfatizó luego que el trabajo periodístico ha de dirigirse más a actores que a lectores, instándolos a hacer de su oficio un instrumento para construir, no para destruir; para el encuentro, no para el choque; para el diálogo, no para el monólogo; para caminar en paz, no para sembrar odio; «para dar voz a los que no la tienen, no para ser un megáfono a los que gritan más fuerte».
En este punto, el Papa propuso a los representantes de los medios de comunicación profesionalizar su tarea sirviéndose de la virtud de la humildad, sin mengua –pero no detrás– de la «competencia, memoria histórica, curiosidad, capacidad de escribir, capacidad de investigar y de hacer las preguntas correctas, rapidez de síntesis, capacidad de hacer comprensible al público en general lo que sucede…».
Dio, pues, una cátedra y una bitácora donde subraya que «los periodistas humildes no son mediocres, sino más bien conscientes de que, a través de un artículo, un tweet, una televisión o una radio en directo se puede hacer el bien, pero también, si no se es cuidadoso y escrupuloso, el mal», tanto a personas como a comunidades enteras.
En sus palabras, «la presunción de que ya lo sabe todo» bloquea y anula el papel ético del periodista que se precie de serlo.
Cerró su discurso desenmascarando un tema de actualidad: divulgar la información falsa hasta el punto de hacerla pasar por auténtica, encareciéndoles a «considerar el poder de la herramienta a su disposición, y resistir la tentación de publicar noticias que no han sido suficientemente verificadas».
Es en ese punto, concluye, en el que «la humildad nos hace acercarnos a la realidad y a los demás con una actitud de comprensión», recomendándoles no alimentar los eslóganes, «que, en lugar de poner en marcha el pensamiento, lo anulan»; no crear estereotipos; no se conforma con representaciones cómodas que retratan a «los individuos como si fueran capaces de resolver todos los problemas, o por el contrario como chivos expiatorios, sobre los que descargar toda la responsabilidad», y, por último, a no dejarse seducir por las redes sociales, pues «cada persona tiene su dignidad intangible, que nunca se le puede quitar. En un momento en que mucha gente está difundiendo noticias falsas, la humildad te impide vender el alimento dañado de la desinformación y te invita a ofrecer el buen pan de la verdad». Y es que, en sus palabras, «la libertad requiere coraje».
Publicado en la edición impresa de El Observador del 14 de junio de 2019 No.1253