La vida se pone desabrida y va ocurriendo una lista infinita de cosas que en cierta medida hacen que baje la temperatura espiritual y nos vamos volviendo tibios, como zombis. Como si estuviéramos vivos, pero realmente no.

Experimentamos algunos síntomas que progresivamente se van haciendo más evidentes:

La dejadez espiritual:

Ya todo da igual y aquella esperanza que te motivaba a luchar desaparece y es reemplazada por el conformismo, la resignación y la satisfacción con cualquier cosa insignificante, como por ejemplo quedarte mirando una notificación en tu teléfono porque se ve más entretenido en vez de ayudar a un amigo.

El rechazo hacia todo lo que suponga un sacrificio o esfuerzo:

Como levantarse temprano (y por lo tanto dormir menos), animarse por la lucha espiritual, invertir tiempo en oración y buscar la santidad por nombrar algunas.

Buscar el entretenimiento pasajero:

Todo lo espiritual lo encuentran aburrido: rezar, ir a Misa, adoraciones y todo lo que tiene que ver con la fe les aburre; en cambio, jugar Play Station, ver televisión, incluso dormir se les hace más atractivo.

La santidad desaparece del mapa:

Pues lo ven como algo lejano, para otro tipo de gente, como algo inalcanzable y, por lo tanto, algo por lo que no vale la pena luchar.

La mala preparación para ir a la Eucaristía:

Asistiendo sin preparar el corazón, sin conciencia de lo que se está celebrando, viviéndola a medias y de forma rutinaria.

Confesarse rutinariamente:

Incluso haciendo una especie de «trato» para aceptar deliberadamente los pecados veniales.

Algo así como: «bueno, si no es tan malo, y al final de cuentas todo el mundo lo hace. Y si nadie se da cuenta… ¿qué más da?»

Cumplir mis deberes negligentemente o, en definitiva, no cumplirlos:

Acostumbrándome a no hacer las cosas bien, aceptando el error como algo normal, justificando la mediocridad y las cosas a medias, tibias.

Con informaciíon de CatholicLink

Publicado en la edición impresa de El Observador del 21 de julio de 2019 No.1254

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